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Lejos de aquí, me encantaría estar sentado en el desierto. Solo como un hongo, en esta misma silla pero en un árido espacio. Con frío y con sol, con periodos muy amplios donde nada reine sobre el silencio salvo el viento; donde el viento, el frío y el sol, muy lejos de aquí, se acoplen a mi ánimo hilvanados por el primero como un calzoncillo nuevo se acopla las primeras semanas a mis ingles, controvertidas aunque tímidas, ese breve tiempo maravilloso y confortable antes de que las fibras comiencen a ceder y todo en el universo se estropee.

Quisiera estar lejos de aquí, con desierto gigantesco luminoso, con sensación de sensual soledad desértica y lunar, incontrolable, desbordante sensacional e imprevisible, soledad que no quiebra sino que resquebraja (que no es lo mismo: que es mucho más agudo pues mantiene junto algo que ya está partido).

Por ejemplo, estoy seguro de que en el desierto no hay argentinos que hablan muy bien inglés. Por ejemplo, es seguro que en el desierto las chicas, si buen un poco menos concretas o bellas, son eficaces espejismos: materia pura de sexo y sueño y cariño de aquel que nos emborracha como gas nitroso o nos mata como gas mostaza. Es seguro que las chicas del desierto son amazonas bronceadas, no son como la chica que se sienta en esta sala frente de mí, 8, quizás 16 horas al día. Estoy seguro de que las chicas del desierto son honestas y te exigen mucho menos de aquello que no tienes y mucho más de lo que sí tienes verdaderamente, y que por tanto tienes que correr mucho menos a buscar lo que quieren y así puedes invertir mucho más tiempo dándoles lo que necesitan.

Más próximas a una fantasmagoría que a una hembra exitosa –citadina, procreadora y hostil– estas mujeres aman los ensueños. Y por eso estoy seguro de que en el desierto este argentino, tan concreto y real, no podría cabalmente existir. En el desierto no le podría acabar de coger la mano a esta pobre excusa de amazona de ciudad, secretamente bajo el escritorio, sigilosamente. Estoy seguro de que en el desierto no se van juntos en la noche al hotel, ambos tan lejos de su país, seguro de que en el desierto no todos son felices y tienen romances de oficina. Estoy seguro de que en el desierto todos se rascan lo que les pica, seguro de que en el desierto no es necesario esconder con quién cogemos y a quién besamos.

Porque en el desierto no habitan ni mi padre ni mi madre ni mi nonna ni Dios. (No habitan los padres ni las madres de nadie, ni el Dios de nadie). Por tanto no es posible tener nacionalidad en el desierto. Y en consecuencia no hay argentinos en el desierto para cogerse a sus compañeras del trabajo. No hay argentinos ni amazonas, ni peruanos ni francesas, ni siquiera chicas peruanas que amas y que después viajan a otro país y se nacionalizan y les crece el buche y ya no quieres tanto. En el desierto todo es un sólo lugar. Puedes coger bajo la lluvia si es que llueve. Puedes rezar. Puedes tomar Coca Cola, Stella Artois, es indistinto. Puedes ver People & Arts si es que te place. Porque en el desierto todas las mujeres son de cualquier parte y comen todas las comidas y les gusta el Manhattan, especialmente después de una comida y antes de muchos besos. Porque en el desierto sólo hay cuerpos, viento, frío y sol y contento descubierto, todo eso y estas sillas donde nos sentamos en medio del árido espacio insustancial, sin televisores, sin Apple Computer Company, sin condones y sin globalización.

Porque en el desierto el éter no es de bruma ni es de smog (the say it’s smoke and fog). Todo lo que ocupa el espacio, el vacío entre una boca y otra, es pura y cierta y dolorida y constante escasez de corazones.




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