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Estaba soñando con una luna gigantesca que nos iluminaba, con un poto blanco y hermoso y amplio que refulgía sobre la cama de un hostal, recostado sobre las sábanas opacas, bruscamente revelado por la luz triste que penetró la habitación entre las delgadísimas persianas plásticas desde un típico poste de luz limeño.

Estaba soñando con un poto fabuloso sobre el cual yo avanzaba y me recostaba, pues muy naturalmente este poto estaba concatenado, por delante con dos piernas fabulosas, si bien algo cortas, por detrás con un torso pálido y largo y delgado en la cintura, sólido en los hombros (del torso surgían dos brazos, que eran como dos tripas rechonchas, y una cabeza mediana cubierta de un pelo castaño, hermoso, lacio, largo, suave, lo coronaba).

Estaba soñando que me recostaba sobre este cuerpo, primero sobre este poto blanco como una luna, luego lentamente sobre su espalda, apoyando mi torso frío contra el torso perfecto de este cuerpo, después acurrucando mis piernas frías para abrazar con ellas las piernas perfectas de este cuerpo, y así le hacía una cuchara a este cuerpo, y todo olía jazmines o a Wizard de jazmines, cualquiera de los dos, porque en los sueños prima el deseo y tan pequeña minucia no es relevante.

Estaba soñando y yo lo abrazaba y este cuerpo temblaba, casi titilaba de amor, pues no era sólo un cuerpo: era una energía, un ser almario y potente que aguardaba mi primera sonrisa, mi primer terror.

Estaba soñando y presentí que este ser me mataría y que era demasiado hermoso para mí y entonces pude escuchar un rugido patético y espeluznante que me dejó inmóvil, traté de gritar y no pude, pero el cuerpo no se movió: se quedó inmóvil mientras yo lo penetraba todavía, y seguí así feliz y aterrado y feliz e inmóvil también sobre él, pensaba ya que todo había terminado, me disponía a seguir penetrando a mi cuerpo amado cuando de súbito, en un acto de tajante sucesión, algo distinto y maldito y pequeño y suave se apoderó de mí, se metió en mí, penetró en mí, se introdujo en mi estómago tomando el camino que empieza por detrás de mí.

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En la mañana me desperté jubiloso. Abrí las ventanas. Canté canciones sin escuchar la letra y miré al cielo de día como quien mira al cielo de noche: como quien pretende comprender los patrones fatales que dibujan las estrellas.

Detrás de mí, trazando una línea desde la jardinera del pasadizo, a través de las losetas, cruzando el umbral de la puerta de mi cuarto, por sobre el piso machihembrado, subiendo por la pata delgada de mi cama, se descubría un camino de baba.




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