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No me gustan los subterráneos, si bien decirlo así –tan llanamente– quizás sea un exceso, un poco una licencia, el desvarío que me permito una noche de domingo satisfecho y sin melancolía, sin mayores deseos que aquellos de volver a mi casa, hasta mi casa y mi cama y mi water, a mi espacio en otra ciudad desde esta ciudad que todavía me parece tan abrumadoramente seca como cuando llegué a ella. Y seca no por la gente, que es ocasionalmente jovial y me ha extendido ya algunos cariños desprendidos, seca sólo por la ausencia de vapor en su aire y la textura crujiente que le ha dado a mis labios otrora húmedos, ávidos, pringosos.

Porque definitivamente sí me atraen los subterráneos, extensos y esbeltos, me atraen como magnetos poco iluminados, como el olor de la saliva seca sobre la piel entibiada, especialmente alrededor de la zona inguinal, y como los brazos… los brazos largos o cortos que pueden o no abrazarme (y que para mi satisfacción el mayor número de las veces no lo hacen). Por lo menos estoy seguro de que me gustó el Subway. Subí muchísimas veces al Subway en Manhattan, desde la 81 hasta todas partes y siempre de vuelta a la 81. Adicionalmente tengo el presentimiento de que me gustaría el Underground y con demasiada certeza sé que me gustará el Métro.

Todavía no los conocí. (Tantas cosas todavía no las conocí.)

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Es así que subí al avión. Pensando en esto subí al avión de LAN que me dejaría en Ezeiza. Soñando con ir en Subte, escurrido y somnoliento. Y ya han pasado dos semanas desde que he subido al avión en el Jorge Chávez y esta es mi última noche en Buenos Aires y he ido muchísimo en Subte y sí deseo irme y no deseo extraviarme en el Subte para siempre. No quisiera dar esa idea. Menos deseo ya besar a la argentina más linda de todas y contagiarme de gripe, menos ya arrojarme a las vías del tren, muy a lo Luis Hernández.

Les he mentido a mis amigos, en una estación bajo la 9 de Julio, con el ceño trémulo a estas vías se lanzó un poeta chileno. Han puesto cara de sorpresa, terror, y me ha hecho gracia.

Sencillamente espero ahora encontrarme –donde sea, cuando sea–, quizás encontrar a otros también. Después reproducirme. Espero acumular un número siempre creciente de personas, agregarme a ellos y beber sus almas. Y no ha habido poco de todo eso en estas gratas vacaciones.

Pensando en morir había subido a ese avión. Creo que no por un extremo ánimo fatalista, sino sólo por un convencional ánimo convencionalista. Pero subí a ese avión y unas horas después dejé de pensar en morir en el Subte y más bien pensé en robar de cada quien todo lo que pudiera. Me pareció mucho más lucrativo, constructivo, que no son cosas tan diferentes. Eliot dijo alguna vez, más o menos, inmature artists imitate, mature artists steal.

El avión era un típico Airbus y eso no me sorprendió. A mi lado había un argentino, lo pude deducir por su peinado a lo Caniggia y la delatora y misteriosamente gruesa biografía de Hernán Crespo que revisaba abstraído. Eso tampoco me sorprendió. Y así, poco sorprendido, me dispuse a dormir, dormir para luego aterrizar y vivir unos días gloriosos y al cabo morir extraviado en el Subte.

Pero entonces me desperté: había oído una tos. Cabeceé… la volví a oír. ¿Podría concretar tan pronto mis planes?… Reconocí que venía del asiento inmediatamente adelante del mío. Quise investigar: ¿qué tenía a la vista? Sólo podía ver una cabellera rubia, luminosa, lacia, que por el largo ciertamente parecía de mujer. Un estornudo, me agaché: ¿qué podía ver? Sólo unas zapatillas Nike, unas botitas altas Nike que no había visto antes nunca y que me hicieron recordar a las de Back to the future. Después más estornudos, muchos de ellos. Con cada uno, la lacia cabellera rubia saltaba hacia delante: se elevaba un poco del respaldar. Con el más fuerte la cabellera se alzó demasiado y la almohada sobre la que descansaba cayó hacia la izquierda, en medio del pasillo.

La ví: la almohada blanca que decía LAN en letras azules estaba sola en el medio del pasillo y yo, sin pensarlo demasiado, salté hasta el medio del pasillo y la recogí del suelo, la volví mía. Bastante confundida, la cabellera se concretó en un perfil, luego en una chica rubia y pálida de unos 20 años que buscaba su almohada en el pasillo. Mientras sostenía la almohada ligera contra mi pecho, mirándola buscar el objeto extraviado y sin percatarse de que yo la había robado, comprendí que se prefiguraba un viaje muy distinto al que había esperado.

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Puedo ensayar ahora una frase totalizante y huachafa. Diré, quizás, como quien proclama algo determinante:

La realidad es más corta que la ficción, que es la consecuencia ineludible de la imaginación, que es un hábito de la ansiedad.




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