1

Jorge y Sandra se sientan en una mesa del restaurante, uno en ángulo recto del otro. A este tiempo, cuando han terminado ya de comer el postre, se encuentran callados los dos.

Sandra cruza las piernas, mantiene derecha la espalda y apoya un antebrazo sobre el borde de la mesa. Frente a ella, en un plato pequeño quedan sólo restos, trozos amontonados de un chocolate oscuro. Por un tiempo Sandra pareció estar congelada, detenida en los trozos de chocolate, pero ahora despierta, mira en dirección a Jorge un instante y fuma con ansiedad. Sin quererlo, hace una línea horizontal con los labios.

Jorge mira detenidamente a Sandra, tiene los ojos puestos en la complexión morena, delicada de Sandra. Tiene los ojos en sus hombros caídos pero tenaces, están descubiertos esta noche, tiene los ojos en su nariz estrecha y levemente corva, fina y pura, cómo se frunce involuntariamente cuando ella toma lo último de la taza de té, cómo, desde el leve perfil que tiene él sobre su rostro esbelto, se la ve con ella roma y serena. Jorge tiene también sus ojos sobre las tetas de Sandra, alrededor de su cintura alta y delgada, en sus ojos oscuros. Tal si fueran dos frutas, las tetas pequeñas de Sandra lo excitan. Quedando escondidas bajo la blusa holgada, por poco y desaparecen: sugieren un pecho plano y amplio. Luego Jorge nota aquella cintura, es menuda y elegante, es deliciosa, está sostenida con una sencilla correa de cuero beige y da paso a las caderas angostas y las piernas largas. Piensa: más largas quizás bajo el pantalón ceñido que lleva Sandra esta noche.

El mozo se acerca a la mesa, inclina la jarra de vidrio y vierte agua en el vaso alto que se posa junto a la mano derecha de Jorge, en este lapso quieta sobre el mantel, pero Sandra rápidamente hace una venia. No puede soportarlo. ¿Qué cosa?

El mozo se detiene, ofrece un gesto sencillo y parte sin haber logrado su cometido. Vuelven a quedar en silencio.

2

Ahora, cuando la mira, si Jorge pudiera decir algo acerca de Sandra, si Jorge pudiera decir sólo una cosa que resumiera todo lo que, en buena parte, le nace del estómago, Jorge diría: mierda Sandra, qué bonitas son tus tetas.

Ha pasado toda la tarde pensando en ella. Repasó la imagen que lleva consigo de ella. Se preparó el café de la tarde, quedó después parado en el balcón de la oficina, impertérrito, mirando la avenida que corría más abajo. Le pareció que la avenida era un intestino parlanchín. Luego fue que Mónica lo llamó a conversar. Pero antes estuvo 10 minutos parado en el balcón, inamovible, admirando el ventoso intestino atiborrado con autos. Repasa ahora ese momento. Recuerda aquello y la verdad, quisiera pensar que sabe recordarla siempre con esa sensación parecida al contento que ahora siente cuando la tiene a 1 metro de distancia, esa franca sensación con la que se recuerdan pocas cosas y todavía menos personas. Pero no siempre la recuerda del mismo modo. Principalmente, si se lo preguntaran, diría que el recuerdo de Sandra es más bien un espejismo. Y este espejismo, agregaría con un ademán similar al que alguien mantiene cuando está constipado, dependiendo de las circunstancias… ¡dependiendo de las circunstancias se convierte en cualquier huevada! Sí, en cualquier cosa, afirmaría. ¿Como qué cosa?

Por ejemplo, piensa, está la segunda ocasión en que se vieron. Se habían conocido en un bar, el invierno pasado. De hecho, los presentó una amiga en común. Esforzándose, Jorge recuerda ahora que bailaron un momento, quizás dos o tres canciones, pero luego no recuerda nada más de aquella noche. La siguiente vez se cruzaron en una calle de Miraflores. Sandra siempre se lo imputa. Le dice que es un huevón. Él caminaba y ella estaba parada en una esquina, sola como un hongo. Jorge siguió caminando de largo y ella quedó parada. Sola como un hongo, le repite cada vez. Él hablaba por teléfono. Ella lo saludó, agitó la mano unos segundos en el aire; se comió su orgullo, se esforzó: lo saludó. Por un momento se miraron, pero Jorge no recuerda la imagen de esa extraña con pelo de loca, de esa flaca con los hombros desbaratados, de esa sonrisa con la nariz obtusa que lo saludaba. Sólo sabe, está seguro de que la habrá visto con los ojos vacíos, con los mismos ojos vacíos que se ponen cada vez cuando nada de lo que se mira enciende la vista. Hasta ese momento ni se acordaba de haber bailado con ella.

¡Es un huevón!: ella todavía se lo saca en cara. Luego siempre se ríe, se ríen los dos. Y es cierto, piensa, es cierto que es un huevón, pero también es cierto que ha pasado toda la tarde pensando en ella, algunos momentos incluso mientras tomaba café y admiraba desde la terraza el intestino coprolálico, los cláxones zafados, los buses inclinados, cuando se burlaba a solas de la mendiga que llora todas las tardes en la misma esquina y de la gente que cruza la calle a buscarla, presos de quién sabe qué clase de culpas. Y es cierto, piensa, asimismo es cierto que ahora todo no importa un carajo. No es la primera tarde que lo hace. Sí, no es la primera vez que sucede.

Ha meditado lo que debe de hacer mañana. Entre lo que debe hacer, a deslindado entre lo que quiere hacer y puede Sandra saber, ha contrapuesto a esto todo aquello que Sandra jamás podría entender. En suma, no sabe qué chucha hacer. Piensa: esto es un maldito embrollo. ¿Qué carajo? Antes no era así. Antes las cosas fluían, casi líquidas a través de los tractos. Antes podía decir todo lo que quería. Ahora procura ser más prudente. Ahora suele meterse la lengua en lo profundo del culo. ¿Es que esa es una forma de evitarlo todo? Hacerse el cojudo, como le gusta decir, ¿tal es la clave? Triunfar en este mundo, al mismo tiempo inocente y follador… eso sólo puede depender de cuánto uno es capaz de hacerse el cojudo. Lo ha comprobado a cada instante. Por eso ahora, cuando está ella sentada a su izquierda, no piensa en todo lo que debería decirle si no en todo lo que no puede decirle. ¿Qué mierda puede decirle a estas alturas? Ni siquiera a ella. Ya es vano elaborar. Lo sabe. Ya es vano prevenir. También lo sabe. Su única misión es confundirla.

Sandra prende un fósforo y enciende otro cigarro. Esta quieta aún, con las piernas cruzadas. No cambia las piernas de posición. Nada de dejarse llevar, qué huevadas. El cerquillo perfecto cae sobre su rostro cansado. Ella siempre está quieta. Mira hacia abajo, mira los trozos de chocolate: Sandra nunca te mira a los ojos cuando piensa. ¿En qué mierda piensa? Sus piernas están quietas. Ahora inhala la primera pitada y un segundo después exhala el humo en toda su cara. ¡Pof! Pretende ahogarlo con el aliento coqueto y pánfilo. A través de la nube opaca, Jorge la ignora y llama al mozo. Ella lo detesta por no hacerle caso (por no ahogarse, quizás). Él quiere ordenar la cuenta, pero antes pide otra taza de café. Largo, sin azúcar.

En cualquier caso, piensa Jorge, prefiere algo de sosiego. ¡Prefiere una puta poca de libertad! Sí, cualquier cosa es mejor que empezar con Sandra. Todo lo que ya sabe… ¿qué pasaría? Lo imagina claramente. Recuerda en ese momento a Mariana. ¿Que podría pasar? Digamos, si no le importara, si le dijera ahora mismo a Sandra lo que está pensando: mierda Sandra, qué bonitas son tus tetas. Así nomás. Sin huevadas. Esto es lo que piensa que pasaría: piensa que Sandra abriría la boca tanto como una ballena, tanto como la ballena que se tragó a Jonás, ¡como Moby Dick!, sí, por un instante muy pequeño su boca con labios delgados formaría una cueva negra y cálida, y esa cueva sería el lugar por donde podría entrar todo lo demás que quisiera decirle. Él tendría que ser Ahab y embutirla, él tendría que decirle. ¿Pero qué debería decirle?

Lo piensa una vez más: mierda Sandra, qué bonitas son tus tetas. Muy rápido. Y se abriría la cueva. Y daría el salto. Y lanzaría todo allí dentro de cualquier manera. Se acabaría el problema. De inmediato, antes de que pudiera reaccionar: Sandra, y qué bonito, también, mierda, tu pelo. Sandra: tu pelo renegrido y desordenado, que cae sobre tu rostro apaciblemente como si no le importara hacerlo hoy o mañana, como si lo hubieran cortado con una escuadra, este pelo tuyo, con una bacinica, carajo, muy recto, es duro a pesar de tu sonrisa, tu pelo Sandra, que se recoge alrededor de tu cuello esta noche. Sandra, tu cuello es largo y fuerte, de pajarraco. Sandra: tu pelo… o es que quiero decir tus tetas. Me he confundido. Deben ser tus tetas. Quizás tu cuello y tus tetas. Tus piernas. Pareces una gitana. Sandra: tus tetas bonitas me confunden. Sandra: ¿quién eres? Con tu pelo, a veces creo que eres cualquiera. Sandra: ¿cuál de las dos?

3

Y si dijera todo esto, ¿qué pasaría después? Jorge lo evalúa. Mientras tanto arriba el segundo café. El mozo aparece sigilosamente y lo coloca sobre la mesa. De inmediato se difumina desde él un humor ácido, algo como la sensación de estar totalmente alerta. Al principio no lo notan. Luego una cortina delgada y blanquecina asciende de la taza caliente y se atraviesa por el medio de la mesa vibrando, parece que bailara, separándolos un momento. Todo aparece más tranquilo. Permanecen en silencio. Ahora Jorge cierra un segundo los ojos. Siente primero cómo la temperatura baja. Aún con los ojos cerrados, rodea la taza de café con las manos. La temperatura baja conforme avanza la noche y en este momento Jorge es capaz de sentirlo. Sus manos están tibias. Al tiempo que sostiene la taza y cuando sus oídos están agudísimos, cuando cree que oye con sus oídos la manera dulce con que los labios de Sandra se ciernen sobre el filtro del cigarro, amablemente, de pronto lo comprende. De pronto bien sabe lo que pasaría. Si hablara, tras cerrar la cueva, tras poner una de sus sonrisas cándidas, ya sabe lo que pasaría. Ella se reiría. Eso es todo. Es decir nada, pero ya no importa. Ya no lo diría. Así que es vano imaginarlo. Jorge no lo diría. De cualquier modo, Jorge abre los ojos y efectivamente no dice nada.

Tras dejar el café, el mozo no se ha movido. Perfecto, sigue sobre su mismo lugar. Gesticula con modulación y aplomo: el mozo les habla. Ahora procuran oírlo. Se dirige a los dos. El mozo les pregunta si desean algo más. Jorge le dice que no, con una rotunda seguridad de la que pronto se arrepentirá. Sandra gruñe como una hiena. Es decir, en realidad nadie sabe si gruñe o se ríe. Mientras tanto, el mozo no se mueve y voltea un momento hacia ella. Incomodado, Jorge le pregunta si él desea algo más. El mozo no entiende y casi pone cara de indignación. Por ser cordial, sonríe. Jorge le dice que no es necesario que se ría si la broma que él ha hecho no le hizo gracia. Ya está bastante acostumbrado. Suele hacer bromas en diversos lugares. Hace poco, y que no lo dude, hizo una broma en el peor de todos los lugares. ¡Vaya usted a saber lo que pasó! El mozo hace un ademán con los hombros y permanece perfecto, todavía sin sonreír. Jorge le dice que él solo está tratando de ser sincero. Él le responde que no es necesario que se preocupe. Jorge le responde que no sería necesario si él no estuviera tanto tiempo con ellos. Agrega, sorprendido por la indolencia del hombre, que ni se ríe, ni se ofende, ni se mueve, que le ha gustado mucho el lugar. El mozo le da las gracias, pero todavía no da un paso. Entonces Jorge se enfurece: le pregunta si es cojudo o qué. ¿Qué mierda le pasa, no se da cuenta de que están conversando?

Algunos segundos después, el mozo se mantiene quieto, quieto y digno como una prócer de bronce. Jorge lo analiza. Pronto repite la pregunta, esta vez con un tono alto, alargado e increpante que instantáneamente denota una afrenta. El mozo le indica que el señor está siendo irrespetuoso con los otros clientes, que por favor baje el volumen y mantenga la compostura. Jorge le solicita al mozo su nombre. El mozo se llama Pedro. Pues entonces Jorge le explica a Pedro que se está pasando de pendejo. Bebe un trago de agua y deja ahora el vaso vacío. Pedro trae la jarra hasta colocarla muy cerca de la nariz de Jorge –todo este tiempo la ha mantenido en la mano derecha, como un arma que en cualquier momento puede caer y reventarse sobre la sien, la frente de Jorge– y rellena el vaso. Jorge se lo agradece y sus ojos titilan. Sandra echa un suspiro, pero esto todavía no ha terminado: echa un segundo suspiro. Es el suspiro de una hiena, piensa Pedro. De inmediato le comunica a Sandra que no quiere molestar a la señorita. Jorge interrumpe, le dice que entonces no sea tan cojudo y se deje de joder, por la puta madre. Pedro toma cartas en el asunto; le informa que, en cualquier caso, el cojudo es él. Jorge sin lugar a dudas no le cree. Sandra se ríe y empieza a dudar. Jorge le dice a Pedro que por favor se retire. Pedro aún no se mueve. Permanece quieto y digno, digno y quieto como si fuera un prócer de bronce tomando el sol en una plazoleta de verano. Ahora Sandra, súbitamente, le cree a Pedro: Jorge debe ser un cojudo, ¡eso lo explica todo! Jorge le dice a Pedro que traiga la cuenta. Pedro le consulta si pagará con boleta o factura. Jorge se demora automáticamente. Sandra le dice al mozo que se volverá viejo esperando: Jorge es un cojudo. Jorge se ríe estupefacto. Pedro se ríe con disimulo. Jorge para de reír unos pocos segundos después de que Pedro empieza a reír. Le dice que pagará con boleta. Pedro asiente. Jorge lo apura con la mirada. Pedro le pregunta si al señor le incomoda su presencia. Jorge asiente. Pedro le replica que en ese caso…

4

Inmóvil, Sandra no lo puede creer. Está cojuda, no sabe qué hacer. No sabe nadie en este mundo –o casi nadie, todavía, piensa al tiempo que enciende el tercer cigarro– no sabe nadie lo que está pasando. ¿En que sentido? En uno muy general, responde para si misma, en uno tan vasto como el calzón de una gorda.

Quizás se siente confundida. ¡Eso es! Quizás no lo puede soportar. ¡Qué día!: estuvo por la mañana en la piscina, atando cabos. Nadó 1000 metros. Nadó muy lentamente. Primero 20 piscinas en estilo libre, después 10 en estilo espalda, finalmente 10 más de cualquier manera. Casi no lo recuerda. Los primeros minutos se sintió vigorosa, sintió como se estiraba su cuerpo con cada trecho. Luego se dio cuenta de que no ataba nada, cayó en recuerdos y dudas, tragó el agua tibia, sintió que se ahogaba, abrió los ojos, el cloro se escurrió en ellos y finalmente se agotó. Tras descansar un momento en el camerino, almorzó con Lucía en una cafetería en Barranco, cerca del mercado. Lucía pidió una tortilla de pato; ella un jugo de plátano con naranja y una butifarra con salsa Golf. Después de atender unos asuntos, compró un atado de apio y algunos tomates, trepó en su auto y condujo lentamente.

Cuando iba por la playa le pareció que la resolana era extraña esa tarde. Caía la luz angulosa sobre la parte delantera de su auto negro y el reflejo, que llegaba a sus retinas disminuido por los lentes para conducir, impregnaba los alrededores de una fantasmagoría que sólo hubiera podido describir como viscosa y difuminada. Miraba atenta a su alrededor: el mar estaba verde, la marea estaba baja y las olas rompían contra la arena gruesa sorbiéndola con un ruido de alud, tornándose marrones hacia el final, pero sin alcanzar los cantos que recubren la orilla. Por toda la Costa Verde no iban muchos autos. Todo le pareció ilusorio, casi campestre; se sintió alelada y esto la condujo hasta un sopor dulce y pretérito. Al llegar a su departamento, se quitó la camisa, cogió la manta y cayó rendida en el sofá de la sala.

Se bañó 30 o 40 minutos. Mariana la despertó, hablaron un momento por teléfono. Ya había llegado a Chiclayo y tenía muchísimo que contarle. Luego se desnudó y el agua caliente corrió por su espalda y por su pecho amplio. Haciendo un hilo tenue por el medio de sus senos, cayendo veloz, reptando su cuerpo, el chorro espumoso rondó su ombligo. Después de inundar el ombligo, colmó su pubis. En la hermosa maraña de matices de rosa, la breve curvatura, la protuberancia que se asemeja al buche de un ave, entre los vellos gruesos y humorosos, la espuma corrió hasta las ingles y hasta los tobillos por el interior de las piernas delgadas de Sandra. Ella se inclinó de súbito hacia atrás para asirse de la alcachofa, apretó el vientre: los ojos se le habían cerrado por las chispas que tocaron su cornea. Pensó que en este momento todo estaba muy bien. Sus nalgas prensadas, entonces arrugadas y tiesas, la sostuvieron en esa posición un minuto.

Antes Mariana le dijo que ya era tiempo. Hoy se lo repitió. Conversaron un momento después de que Mariana llegó a Chiclayo. Cuando se cepillaba el pelo, Sandra pensó que estaba de acuerdo con Mariana. De pronto, le resultó difícil decidir si es que aquella noche se dejaría el cerquillo o si se amarraría el pelo hacia atrás.

Nunca había contemplado, en estricta realidad, la posibilidad de dirigir cabalmente su vida. Jorge se lo había dicho desde el principio. Desde que Sandra podía recordar, siempre había creído que iba por un camino amplio y que uno no podía divisar las orillas del camino, es decir, que si en efecto existían las reglas –aunque eso en si mismo le parecía debatible–, no era competencia de uno preocuparse por ellas. No por eso dejaba de creer que existiera un camino, era sólo que a diferencia de tantos ella no creía realmente que uno pudiera hacer mucho o demasiado por conducir a lo largo de él. Cuando algunos creían que el camino era una carretera angosta, la curva más cerrada del abismo de Pasamayo donde, si uno erraba, caería hasta lo más negro de la infamia, ella vivía como si comandara a sus anchas –fumando y candelejona– una chancha canoa por el río Amazonas. El efecto que esto tenía en su capacidad para tomar decisiones, a la luz de cualquier ciudadano sensato, era malditamente pasmoso. Jorge no la podía entender: o bien acometía las cuestiones mas serias como si fueran sonseras, putas nimiedades, o bien confundía las más inocentes minucias con las disquisiciones supremas. En cualquier caso, era cuestión de que creyera que lo que en ese instante decidía afectaría francamente su vida para que no decidiera absolutamente nada.

Intentó numerosas veces. Trajo su pelo adelante, lo peinó, lo arregló, lo jaló todo otra vez hasta atrás, lo sostuvo con ambas manos y giro de perfil, se miró un momento y lo dejó caer otra vez. La nariz, los labios juntos… creyó que no estaba preparada.

La otra noche Mariana le dijo que se podían ir de viaje. Después de todo, ambas tenían vacaciones. En el Norte hacía calor. Podían conducir hasta donde quisieran. No era temporada alta, no era necesario planificar y podían salir cualquier día. Si querían, podía salir mañana mismo. Dormirían temprano cualquier noche. Se levantarían a las 6 de la mañana. A las 8 ya habrían abandonado cómodamente la ciudad, podrían desayunar en cualquier restaurante de la carretera. Cuando oscureciera, estarían ya muy lejos. Ahora Sandra se imaginó ir con Mariana más allá de donde había llegado antes (el hecho vergonzoso era que en su vida sólo había llegado hasta Barranca). Odió el frío de la ciudad. Sintió un desprecio nuevo por la neblina que recubría toda la bahía. Quiso ver más allá. Abrió la ventana y el vapor que colmaba el cuarto de baño se desprendió desde el tercer piso: como un vomito cálido se vertió desde el tercer piso sobre el parque helado, alcanzó las bancas de madera donde el agua de la llovizna de la tarde permanecía todavía impregnada con el tinte dulce del óxido. Entonces el aire fresco entró para suplir el espacio que dejaba vacío el vapor y le colmó los pulmones con un puñetazo.

Se despertó: ya eran las 9 de la noche. Pronto llegaría Jorge a buscarla. Irán caminando, pensó, buscarán un sitio donde comer o tomar algo y conversaran de todo, de lo mínimo y de lo vergonzoso también. Antes hubiera estado contenta. Antes se había divertido tanto. Pero no siempre todo permanece de la misma manera, ¿no era cierto? Y hoy, ahora que Sandra está sentada con Jorge en el restaurante, piensa que ha estado embobada mucho tiempo. Cuando Jorge todavía discute con el mozo, Sandra piensa que ya es tiempo. Sandra piensa que es turno de que suceda todo aquello que tanto pugna por suceder. La cara de Jorge le causa cada vez, con cada retruécano una torsión descompuesta en el estómago. Ya no es gracioso: es como si cada vez que lo viera alguien le embutiera un trapo empapado con sopa fría por la garganta.

5

Son las 11 de la noche. Aunque el restaurante está repleto, Sandra piensa que hace un frío de mierda. Saca de su bolso un pañuelo y hace una sortija con él alrededor de su cuello. Algunos grupos todavía esperan en la barra. A cada rato, cualquiera se levanta y otea la platea donde se esparcen las mesas, buscando alguna vacía. Los más emborrachados se pueden acercar a la chica encargada de la recepción. Le hablan muy cerca: es todavía inútil.

Ahora Pedro le dice a Jorge que no existe una manera fácil de decirle aquello que necesita decirle. Lo que necesita decirle, parece sugerir con un exquisito ademán de las cejas que se le tuercen, es muy delicado. Y Jorge le responde que vaya al grano de una vez. Pedro le explica que si fuera al grano, todo iría mucho más allá de donde yace el grano. El grano, le dice, el grano no es nada comparado a lo que tiene preparado para él. Jorge le replica que eso no tiene sentido. ¿Acaso no entiende la figura? ¿Es huevón? Justamente el grano debe ser lo último, de aquello se trata. Pedro se detiene, modula su respiración, no parece estar de acuerdo. Entonces Jorge piensa comenzar uno de sus discursos largos, trazando parámetros, construyendo un tramado inigualable, y quizás ya está comenzando con las primeras frases, ya está trazando la urdimbre de la ciénaga inmensa en la que piensa ahogar a Pedro, pero pronto se desanima y se detiene. Es vano, está demasiado cansado. Pedro lo mira perplejo. ¿Cuando van a acabar?

Sandra está aburrida. O quizás sólo Sandra esté abatida. Cualquiera lo estaría. Deja el cigarro en el cenicero y ahora mira hacia la calle. Los carros transitan a paso de tortuga por la vía de un solo sentido. A través de las ventanas del local, los conductores podrían reconocer a los comensales. Y sin embargo, dentro de sus autos, no contemplan hacerlo. Solamente miran hacia delante: un poco más allá alcanzarán la Avenida Santa Cruz. Sandra mira los autos encandilada, cada conductor, y las luces intermitentes del semáforo malogrado, entre rojo y verde, la subyugan. Allí se amontonan los mirones y los apáticos. Se entretiene haciendo la diferencia. Los mirones, distingue, son aquellos más atentos, paralizados. Seguro lloran en las madrugadas, piensa, tienen los ojos lumbrosos, en ocasiones presentan espasmos, mean con los ojos cerrados y casi siempre llevan zapatos formales. En cambio los apáticos tienen suerte, pues gozan de poluciones nocturnas. Su abanico del placer es luego amplísimo, aunque cualquier mirón diría que es también llano. Quizás por eso prefieren las zapatillas, deduce ahora Sandra, quizás por eso los apáticos siempre atiborran las tiendas deportivas, las discotecas y –cómo no, concluye al tiempo que vuelve y mira a su alrededor– también los restaurantes.

En eso, sin nadie saber cómo ni por qué, Pedro finalmente se retira. Jorge lo ve caminar hacía la cocina con paso marcial. Bebe de su café. No dice nada. Sandra no lo puedo creer. Sin más, sentencia que Jorge es un tremendo cojudo. Ha virado y lo ausculta de pies a cabeza: de pronto cree que lo tiene entre ceja y ceja. Se dispone a decirlo.

–Jorge… –le dice– Jorge, por favor… –deja la cabeza gacha, mira al mantel un momento, recorre el contorno del pequeño plato con sus ojos oscuros. Los trozos de chocolate permanecen quietos. Jorge piensa que los ojos de Sandra son del color del chocolate amargo. Sandra alcanza la mano de Jorge, alza la mirada– ¡no seas tan cojudo, por la puta madre!
–¿Qué? –replica Jorge. Sí, son del color del chocolate–. ¿Qué te pasa?

Ahora los ojos de Jorge no se han desorbitado. ¿Deberían? Pues no es lo que le sucede. Y no es tampoco un volcán lo que contiene de pronto su garganta cuando se comienza a hinchar, sino una pequeña y molesta bola de pelos. Tose. Inmutable, de la misma manera como si ya estuviera derrotado, Jorge sólo replica indignado, pero quedo, pero sereno. Tiembla. Muy dentro, tan dentro que no se trasluce en su energía, piensa: Sandra se puede ir a la mierda. ¡Qué Sandra le jale los huevos! Ha estado demasiado cansado. Ha decidido que se pueden ir todos a la mierda. Que me jalen los huevos, piensa: ¡que me los jalen! Sí, carajo, ¡que le den por troya! No dice nada. Ha tenido un día de mierda, vaya que sí. Puta madre, coño, mierda, corazón.

6

Ahora toma un trago de su café. Todavía no esta frío. Pasa la bola de pelos. No tiene más problemas. Piensa: por lo menos una cosa está bien. Piensa a continuación: por lo menos, con todo, el café está buenísimo.

Ayer Mónica le propuso quedarse. Le dijo que si se queda, lo enviarán a otra parte. Eran casi las 4 de la tarde. Él había ido por un café. Un café de mierda, si debe ser sincero. Pues la cafetera de la oficina es –cómo más decirlo, admite ahora– una asquerosa cagada. Está sucia, suele rebalsarse, el café caliente chorrea por los lados, se vierte todo y empapa el aparador de la cocina sin importar qué precauciones se tomen. Tiene siempre que llevar mucho papel, o ir corriendo al baño por él. Entonces se quema, y, en ocasiones, si no es diligente con el interruptor de encendido y apagado, el café también. Debe esperar varios minutos cada vez. Echa el agua con cuidado, pone el café molido que han traído de Colombia y el agua tarda casi 8 minutos en hervir. Y a veces más, piensa Jorge. Sí, es entonces que se distrae. Se toma su tiempo: elige la taza con serenidad, se agacha y hurga en el gabinete inferior, reposa su mano lentamente en la superficie de melamina que siempre está fresca, elige una taza muy grande entre todas las tazas que hay allí tiradas. A veces elige la más grande, pero no es buena idea. El café se enfría más rápido y a un lado lleva inscrita la rúbrica de un equipo de béisbol. Ni cagando, recapacita, ¿quiénes chucha son ellos?, él no vive en Boston, y toma otra.

El asunto es que Mónica le propuso quedarse. Le dijo que si se queda, lo enviarán a otra parte. ¿Dónde? Le dijo que sería muy bueno para él, que tenía una amplio futuro y que ese futuro estaba extendido frente a sus ojos. Como una sábana, le dijo Mónica. Como un paciente durmiendo sobre una sábana, pensó él enseguida. No era el caso de todos, se preocupó de acotar de inmediato Mónica. Debía pensar seriamente en aprovechar esta oportunidad, insistió. En cierto sentido, piensa ahora que es buena idea irse a otra parte. ¿Dónde? En otros no. Lo bueno, cualquier otra parte deberá estar lejos de este lugar, siendo este lugar normalmente un lugar donde no se siente a gusto y donde, si fuera libre de elegir, no estaría en cualquier momento designado al azar. Eso, en principio, lo ha encontrado sumamente positivo. Irse, carajo, ¡eso suena bien! El tema lo tiene cojudo. Hoy lo estuvo meditando todo, todo a la misma vez. Es un buen actor. ¿Quién lo podría dudar?

Trabajó como cualquier otro día. Llevaba la corbata muy bien puesta. Eligió la corbata que le regaló el abuelo hace unos años, antes, cuando las vacas estaban gordas. Quería verse bien. Recuerda claramente que el abuelo se compró la corbata en 1971, en Milán. Se lo contó cientos de veces. Ha visto fotos del viaje. Tienen una foto en la Piazza di Spagna. La abuela lleva una blusa celeste y él una guayabera blanca. Ambos están parados, uno junto al otro. La foto está en el aparador, entrando al cuarto de la televisión. Las gafas gruesas y negras del abuelo tornan muy dura su mirada. Una diría que forma parte del Fascio. Tienen otra foto en el Arco della Pace. No recuerda en qué álbum la vio. Sólo recuerda que el abuelo sonríe y el bigote se le ensancha, como un resorte, y aparecen sus dientes enormes. Pero su foto preferida es una en la campiña. ¿Dónde? No lo sabe, pero salen ambos sentados bajo el sol en un pequeño muro de lajas. Detrás hay un campo, una especie de montaña o estribación de Alpe. Él va en terno, terno negro y camisa blanca y corbata negra. Y gafas oscuras. Ella lleva unos anteojos amplios y fucsias. Un enorme pañuelo lila rodea su cuello. Ahora recuerda esa foto. Otra parte. Eso es. ¿Dónde? En la tarde también lo hizo. ¿Qué hizo? Solamente las mismas bromas, mandó los mismos mensajes de siempre. Se preparó el café como si fuera cualquier otro día, pero no era como cualquier otro día porque mientras pasaba el café, cuando caían las gotas mustias dentro de la jarra, él estaba pensando en otra parte. Y en Sandra, es cierto, lo admite, pero más en aquella otra parte. ¿Cuál?

Anduvo con la taza de café a lo largo del pasillo. La sostuvo como si llevara una lanza, acodada bajo la axila. Cruzó la oficina callado. El pasillo es largo y divide el piso en dos. A un lado están las oficinas cerradas que corresponden a los jefes, del otro están los escritorios individuales para todos los demás, rectangulares, distribuidos con ecuanimidad. Pasó con sigilo la turba y abrió la puerta de vidrio, sobre el final del pasillo. Salió. Se paró en el balcón del edificio, en un temible piso 17, Jorge se quedó 10 minutos admirando la avenida más abajo, ponderando aquella otra parte, contemplando su recuerdo tenue de Sandra mientras se proyectaba con la mirada sobre la entrada al pasaje que lleva a la taquilla del cine Pacífico. Y así más cosas también pasaron por su mente. Sí, pues nunca es fácil saber qué pasa exactamente por la cabeza de cualquiera. Y a veces Jorge mismo no sabe a ciencia cierta qué carajo pasa por la suya.

Al cabo de este tiempo, oyó como se habría la puerta de vidrios. Una mujer pequeña, muy delgada, con la cara contrita y con los ojos chinos, se acercó hasta él.

–Jorge… –le dijo Mónica–. Jorge, por favor… quería hablar contigo un momento.

7

–Jorge… –repite Sandra. Jorge ha vuelto a poner sus ojos vacíos– Jorge, por favor… –Sandra estrecha su mano. Le parece que esto es imposible. Está por soltarla. La mano de Sandra está por escapársele cuando Jorge la aprieta. Abre las fosas nasales. Ahora la mira– ¿cómo que no sabías? ¡Te lo dije mil veces!
–¿Pero qué? –replica una vez más. Se ríe–. ¿Qué te pasa?
–Estoy harta, ¿no entiendes? Puta madre, ¡puta madre!, ya no se qué hacer. Me muero de ganas. Estuve pensando toda la semana…
–¿Qué te pasa?
–No lo sé. Me gustó que fuésemos… digo, la otra noche.
–Mira, he pensado… –Jorge hace una ronda entera con las córneas; sus pupilas, al mismo tiempo, hacen un aro más pequeño–. He pensado que…
–Hablé con Mariana hoy. ¿Te acuerdas de Mariana? A veces siento que soy una loca –Sandra se rasca la cabeza. Mantiene el cuello arqueado–. Bueno, hablé con Mariana. Me había dicho que se iba de viaje –apreta los labios, de pronto los abre– ¡presta atención!
–Te estoy escuchando.
–¡No te creo! –Sandra gira y mira a su espalda. Detrás de ella, a través de la ventana amplia ceñida en un grueso marco de madera, se ve la calle y en ella no queda nadie. Sandra vuelve a mirar hacia Jorge. Se está ríendo–. Estás mirando por la ventana, no he nacido ayer, papito.
–Si no quieres no me creas. Total, la que quiere hablar eres tú.
–¿Te acuerdas de Mariana?
–Obviamente. La chata…
–¿Pero sabes cuál es?
–Sí, la que corre tabla, con el pelo claro, desteñido, la que no para de hacer deporte –Jorge medita, cruza los ojos–. El otro día…
–Hoy me llamó.
–Cuando entré a la cocina me habló. Yo me moría de hambre. No había mucho para comer en ninguna parte. Me había escabullido a la cocina para buscar algo. Había abierto el horno cuando entró. Le dije…
–¿Y?
–… que me había atrapado. Me preguntó qué buscaba. Me miró. Supongo que puse cara de huevón. Sus ojos me parecieron extraños, como rojos, enfermos y encandilados.
–…
–Y le dije que no buscaba nada.
–¿Y qué te dijo ella? Era su casa, ¿sabías?
–Me dijo que eso no tenía sentido, era seguro que buscaba algo. Me dijo que nadie entraba a la cocina de alguien si no era para buscar algo. Menos, todavía, se colocaba en cuclillas… nadie exponía tan fácilmente su lado más débil… de ninguna forma metía la cabezota en el horno.
–Obviamente.
–Sí, obviamente, pero me daba vergüenza decir que me había escabullido a la cocina de su casa a robar comida –Jorge luce la dentadura pequeña, abre las orejas, inclina las cejas– sería conchudo, ¿no te parece?
–¿Y qué pasó?
–Me miró y se rió. Me dijo que me parecía un poco a Johnny Depp.
–¿Qué? –los labios de Sandra se tornan duros, es tal si estuviera pariendo a través de ellos–, ¿Y tú que le dijiste?
–¡Que no me joda!… es decir, me reí. ¡Era obvio que me estaba meciendo! Después hablamos un rato.
–No te pareces a Johnny Depp. De hecho, ni un poco… ¿Qué hablo? –Sandra frunce el ceño con empeño–: ¡ni mierda!
–Antes nunca me lo había pensado, pero ella me ha hecho dudar. No me viene mal, ¿sabes?, no me viene nada mal. Quizás si…
–¿Y dónde estaba yo? –interrumpe Sandra.
–En otra parte. Con tus amigas, supongo. Había muchísima gente en esa fiesta. No recuerdo en qué momento te perdiste. Yo había tomado demasiado.
–¿Y de que hablaron?
–Ella estaba totalmente borracha. Sus ojos se movían. Se notaba en sus manos. Me dijo que me parecía a Johnny Depp. Yo sé que estaba jodiendo. Después me contó que era abogada… ¿Y sabes qué?
–Bueno, entonces sabes perfectamente quién es.
–No lo parece ni siquiera un poco.
–Me ha contado algo que no puedo creer. Se fue de viaje al Norte, ¿te conté?
–¿Mariana?
–Sí. Es increíble.
–Creo que más que una abogada parece un bufón. Tiene el corazón de un arlequín.
–Es increíble. Yo no lo puedo creer.
–O quizás parece una actriz de teatro, pero una muy chistosa.
–¿Qué cosa? ¿Quién? ¿De qué carajo hablas?
–De Mariana. Siempre hablo de Mariana.
–¿Te dije que se fue hoy al Norte?
–20 veces, si no 40 –Sandra alarga las orejas–. ¿Las enumero?
–Me ha contado algo que no puedo creer –ahora Sandra tiene cara de espasmo.
–¿Se fue manejando?
–Sí, creo que sí… Bueno, no sabes lo que le ha pasado. Es increíble. Ni te imaginas… –Jorge pone las manos, ambas, sólidas sobre la mesa.
–Debe manejar en zigzags. Así me la imagino. Debe suspirar cuando sus manos tuercen el timón. Debe andar en zig zags… al mismo tiempo riéndose, moviendo la lengua como una espada, sacando a todos el dedo, mostrando el culo por las cuatro ventanas.
–Me llamó cuando llegó a Chiclayo. Me dijo que está muy cansada. Ha ido sola…
–La Panamericana Norte está muy descuidada –interrumpe Jorge–. Es muy importante lo que hace –continúa entusiasmado–. En el Perú falta más gente que insulte a la policía.
–Dice que llegó a Chimbote a eso de las 2 de la tarde… No, pero espera.
–¿Qué?
–¿Te quedaste mucho hablando con ella?
–Casi 20 minutos. No estoy muy seguro. Preparamos algo de comer.
–¡20 minutos! ¿De qué hablaron?
–Ya te dije. Primero de mi parecido con Johnny Depp. Eso nos habrá ocupado casi 15. Luego de que ella era abogada. Aunque no lo recuerdo bien. Te he dicho que yo estaba borracho también.
–No los imagino conversando.
–Yo no imagino muchas cosas. Por ejemplo, no la imagino a ella trabajando en un estudio de abogados.
–No te imagino a ti y a ella. Son tan diferentes.
–No te imagino a ti yendo cada día a la agencia. Pero lo haces.
–¿Qué?
–Lo podría jurar. Todo sucede, y lo peor, sucede en cualquier momento, muy a pesar de lo que nos diga nuestro sentido común.
–Bueno… –Sandra está temblando. Toma el vaso de Jorge y lo inclina sobre sus labios secos. Sólo cuando lo ha colocado casi de cabeza sobre su boca, que está tornada por el esfuerzo en hocico, nota que ya no contiene agua. Lo coloca en su sitio–. ¡No sabes lo que le ha pasado!
–Todavía no. ¿Puedo coger un poco de tu chocolate?
–Sí, claro… pero no queda nada.
–Queda un poco –Jorge extiende el brazo, cuida que la chompa de lana no toque el cenicero y coge algunos trozos pequeños de chocolate. Los traga con prisa. Ahora nota que la ceniza se untó a lo largo de la manga de la chompa. Rumia. Después la limpia–. Me dijo que te conoce de hace años, que se conocieron cuando iban a la universidad. Me contó que siempre hablan, aunque ya no se ven tanto.
–Sí, es cierto.
–Me dijo que te conoció antes de entrar a derecho. Se había visto antes. Tenían algunas amigas en común. Tú querías ir a derecho también, pero al final te fuiste a publicidad. Luego sacó un frasco con alcaparras. Estaba nuevo.
–¿Alcaparras?
–Nunca me habías dicho que antes estuviste yendo a derecho.
–Sí, sólo por un año. Fue una época bastante extraña. Mi papá es abogado, eso sí lo sabes, y mi hermano también. No sabía…
–¡Vez, todo puede suceder!
–Ella es muy distinta a mí.
–Y cocina muy bien.
–¿Qué?
–Ella también tenía hambre. Preparó un sándwich increíble. Tenía alcaparras, una bolsa con pan francés. Sacó de la refrigeradora un queso de cabra.
–¿Lo calentaron?
–¿El queso?
–No, el pan.
–Sí. Ella lo puso un momento en el horno, hasta que la corteza estuvo crocante. Bueno, primero sacó de allí las empanadas pequeñas que yo me estaba tratando de comer al principio.
–Estaban buenísimas.
–Por suerte que no me las comí.
–¿Por qué?
–Por que no me gustan –Jorge junta los labios, hace una pequeña pausa–. No me gustan las empanadas. ¿Nunca te lo dije?
–¿Y sí te gusta el pan con queso y alcaparras?
–No lo había probado antes. Me gustó mucho. Creo que tuvo que ver con el queso. Era de Cajamarca.
–¿Pero quién carajo lo ha probado antes?
–Supongo que Mariana. Y, por lo menos, ahora somos dos. Lo que es verdad, estaba buenísimo. Si me lo preguntaran, diría que Mariana hace el mejor pan con queso de cabra y alcaparras de toda la ciudad.
–¿Sabes una cosa? A veces eres realmente un cojudo.
–No me lo digas –Jorge se ríe. Sandra no se ríe. Jorge se ríe todavía, pero baja los ojos, que ha puesto risueños, y parece sorprendido–. ¡No me lo repitas que puedo emocionarme!
–Voy al baño –Sandra bufa, se retuerce, empuja la silla hacia atrás y toma el rumbo premeditado. Mueve el culo angosto con muchísima gracia. Mea disgustada. Cuando vuelve finalmente, nota que Jorge está inmóvil–. ¿Qué? –lo increpa. Jorge ha terminado su café. Sandra advierte que el cigarro que dejó encendido se ha consumido por completo. La ceniza forma un cilindro levemente torcido en el cenicero.
–¿Qué era lo que me ibas a contar?

8

Jorge cree que es muy difícil saber lo que uno quiere. Lo que uno quiere es sumamente escurridizo. Lo ha recordado cuando observa a Sandra. El sabor del chocolate que tomó de su plato sigue dándole vueltas entre las orejas. Piensa que quizás debería lanzarle un cabo. Sus pelos están eléctricos. Poco a poco, conforme avanzó la noche, los ojos han ido saliéndosele. Se peina el cerquillo a cada momento. Después se ríe. La nariz se le arruga y, si debe aceptarlo, el gesto es francamente encantador. Pero de pronto la sonrisa empieza a torcerse rápidamente, forma una estría irregular. Qué espanto: no hila, Sandra no brilla más, ya no lo engaña. Cuando habla, ahora lo hace con suma dificultad. Es como si tuviera anginas detrás de los labios. Piensa: ¿qué es lo que siempre le quiere decir?

Lo pensó también cuando caminaba. En el balcón, en ese piso 17. Antes inclusive: lo que uno quiere es sumamente escurridizo. Andaba por el pasillo con una ligereza soberbia. Casi no se lo podía creer él mismo. ¡Qué ligereza carajo! Cómo seguía a Mariana por el pasillo de la oficina como si nada pasara. A su izquierda dejaba las oficinas, cada una decorada con fotografías de modelos y productos de belleza, todas cerradas con mamparas de vidrio. No miró dentro de ninguna. A la derecha estaban sentados sus compañeros. No se fijó en los ojos de ninguno. La taza enorme, entonces ya vacía, iba colgando detrás de él amarrada a su mano derecha luciendo la rúbrica de los Boston Red Sox. Y si Mariana le hubiera pedido que describa lo que quería, en ese mismo momento no lo hubiera pensado demasiado. ¡No lo hubiera pensado nada! Le hubiera dicho que aquello que quería era tal y era cual. Nada más. ¿Tal y cual? Sí, y que se parecía mucho a un calamar gigante.

Adicionalmente, piensa ahora, pocas veces es lo mismo aquello que uno quiere que aquello que uno necesita. Menudo detalle. ¿Cómo explicarlo? En ocasiones siente que sabe lo que quiere y luego, al ponderarlo, descubre que no es lo que más le conviene. Haz lo que quieras. ¿Hacer lo que quiere? Pero si nunca está seguro. No lo estuvo antes. Quizás nunca se sabe lo que cualquiera quiere. ¿Y lo que necesita? Todo lo demás, le parece ahora, es pura cacofonía. No está seguro. Mira a Sandra a su lado, esbelta como una escoba. Recuerda los ojos de sus compañeros. Recuerda cientos de pares de cogollos pálidos. No está nada, nada seguro. Cuando iba por el pasadizo, volviendo de la terraza, entonces no era lo mismo. Es decir, era lo mismo. O en cualquier caso era algo muy similar lo que giraba entre sus orejas. A su alrededor estaban sus compañeros de trabajo. Cuando Mónica lo llamó, hoy por la tarde, recordó todo. Pasó junto a ellos sin mirarlos. ¿Cómo pueden 10 minutos ser así?

Un hombre de negro iba caminando por la calle. Se quedó viéndolo desde el balcón. El ángulo era perfecto. Olvidó todo un momento. ¿Lo hizo? Lo quiso hacer. Lo analizó. Caminaba con mucha confianza, pensó. Tomaba el café lentamente. La cafetera era una cagada, eso era cierto. Un hombre iba caminando por la calle en traje cuando él tomaba ese café de mierda. El hombre de negro venía hacia él por Larco, iba desde el malecón hacia la ciudad. Desde el piso 17, el ángulo era perfecto. En la mano derecha tenía una bolsa de cartón. Podía contener cualquier cosa. Se detuvo frente al Pizza Hut. Compró una bolsa de galletas. Cuando el semáforo se puso en rojo, cruzó la avenida. Abrió el paquete e introdujo 2 en su boca. Se detuvo otra vez y, cuando el siguiente semáforo cambió, cruzó la Diagonal. Se paró frente al Haití. Guardó las galletas en el bolsillo de su chaqueta. Miro en cientos de direcciones. Hurgó dentro de la bolsa de cartón. Extrajo un objeto plateado. Jorge no pudo reconocerlo. Lo volvió a introducir. Entonces quedó parado. Se contuvo inmóvil. Un minuto después lo alcanzó un niño pequeño que bajó de un automóvil azul. Era un Toyota Corona y, por la placa, se puede descartar que fuera nuevo. Se dieron un abrazo muy corto. Hablaron. El niño debía hacerlo con la cabeza proyectada hacia el espacio. Caminaron con dirección al óvalo y entraron al cine de la mano.

Cuando Mónica lo llamó, hoy por la tarde, no supo que iba a pensar todo lo que ahora piensa. ¿Ahora? En la tarde, en este momento. Pensó: mierda, ¡son muchos momentos distintos! Si se lo preguntaran todo otra vez, respondería una cantidad gruesa de cosas diferentes. ¿Si le preguntaran qué? Lo que sea. ¡Lo que quieran! Pero cuando entró a la sala, hoy a las 4 de la tarde con unos minutos, la situación era distinta. Mónica le preguntó si había tomado una decisión. Hundió sus ojos achinados y mórbidos en los suyos ojerosos y atemorizados. Jorge sólo pudo decir la verdad. De hecho, todavía no lo había hecho.

9

–A veces me dices demasiadas cosas –ahora Jorge cruza las piernas. Con las piernas cruzadas, se estira y coge la cajetilla de cigarros que está acomodada sobre el mantel–. Estas huevadas te van matar –agrega. Luego saca uno, coge el cigarro encendido de la mano de Sandra, junto las puntas de los cigarros un segundo, aspira y coloca con suma delicadeza el cigarro de regreso en los labios de Sandra. Ella sonríe.
–¿A que te refieres? –duda: Jorge luce una singular mirada de aplomo.
–Me refiero a que a veces las cosas que dices, si las vez todas juntas, son muchas. A veces hablas mucho tiempo Sandra. Yo siento que todo lo que dices, cuando se acumula, se convierte en…
–¿¡En qué!? –interrumpe ella.
–…una torta.
–¿Una torta? –replica indignada.
–Sí, una torta.
–¿Y que quiere decir eso?
–No lo sé. Quiero decir… bueno, quiere decir que se apila.
–Eso no me dice mucho.
–¡Ya lo sé! –Jorge ha puesto cejas de Eureka–. Quiere decir que lo que dices aterriza sobre lo anterior que has dicho, del mismo modo que lo anterior aterrizó así y lo siguiente aterrizará asá –las orejas de Sandra se abren para tomar vuelo–. Luego se desliza todo hacia mí al mismo tiempo.
–¿Qué?
–¡En el mismo instante!
–…
–¡Es un huayco! Es como un huayco, Sandra.
–¿¡Un huayco!?
–Sí, y yo no lo puedo tragar.
–¿Y que mierda quiere decir eso?
–Que lo he intentado…
–¿Cómo que lo has intentado?
–¿Me tienes que hablar así?
–Discúlpame Yorch, es que no te entiendo nada… –Sandra aligera los pómulos– ¡no te entiendo!
–No jodas, por favor –Yorch se ríe.
–No te jodo Yorchi.
–Ok –Yorchi perdona a Sandra. Se detiene en sus labios–. ¡Estas huevadas te van a matar! –extiende el cigarro encendido hasta la mitad de la mesa de modo que la brasa del tabaco es un faro sobre el plato con chocolate–. Puede ser en mucho tiempo, pero lo harán. Y cuando lo estén haciendo…
–No seas imbécil –Sandra ensancha el hocico y muestra los dientes.
–Ya te lo he dicho –el también–. Nunca se sabe. ¡Nunca!
–No es así de simple.
–Creo que esa es la mayor pendejada de toda nuestra vida –Jorge apaga el cigarro recién encendido comprimiéndolo con un solo movimiento en el plato con chocolate. Al apagarse, el fuego del tabaco da a luz una pequeñísima porción de fudge.
–¿Qué era lo que decías antes?
–Nunca se sabe, jamás se puede saber… –Jorge continúa torciendo el cigarro sobre el chocolate pastoso unos segundos. Sandra hace un botón con los labios, recoge su cigarro del cenicero y le da una pitada–. …es una de esas cosas…
–¡Jorge! –grita.
–Te decía que yo siempre pienso. Sí. Quiero decir… que yo siempre pienso en muchas cosas –deja por fin el cigarro. Tras quedar callado el tiempo que le toma abrir y cerrar los ojos, continúa–: a veces pienso en más cosas de las que tú me dices, por ejemplo. A veces mi cabeza parece una olla llena de spaghetti.
–Todos pensamos. ¿No es lo normal?
–Eso, de por sí, podría considerarse un logro. Pero no lo es.
–Yo pienso en todo lo que me pasa. Últimamente siempre pienso en viajar. Me encanta viajar.
–Ese es tu error –hace una breve pausa.
–Me gustaría salir de aquí. No sé si me gustaría que vengas conmigo. Creo que sí, pero no siempre estoy segura.
–El truco está en pensar en todo lo que no nos pasa, Sandra. Todo lo que no nos sucede… allí se guarda el secreto. Es decir, es tan probable que no suceda…
–Jorge… ¡no empieces!
–¿Qué no empiece con qué?
–¿Vamos a mi casa? Tengo mucho sueño.
–Hay tanto en el mundo Sandra. El mundo es ancho y moreno. Está lo amargo, qué es como el dolor pero mucho más divertido; está lo ácido, donde yace toda la comedia; también está lo agridulce… pero tú siempre quieres volver a casa. Por eso no conoces el mundo.
–Vámonos. Tengo mucho sueño Jorge. Mañana me tengo que levantar temprano. Tengo fotos. Tengo que ir manejando hasta Lurín.
–¿Por qué?
–¿Por qué?
–Sí, ¿por qué?
–Porque tengo sueño. Porque es mi trabajo. Porque de eso vivo. ¿Qué te pasa?
–¿Qué?
–Olvídate.
–Para Sandra. No me vas a convencer.
–¿Que pare qué?
–De decir cosas. Nada de esto importa.
–¿Yo soy el problema? –gruñe.
–Tengo una idea.
–¿Cuál?
–¿Qué tal si hablamos de…
–¿De qué?… ¡De qué! –se ríe. Se detiene. Sandra vuelve a reír.
–¿Qué tal si hablamos de otra cosa?
–¿Pero de qué?
–De lo que más me gusta.
–¿Y qué es lo que más te gusta?
–…
–¿Jorge?

10

Son las 12 de la noche o un poco más cuando Jorge paga la cuenta y Sandra gruñe otra vez y ambos se levantan y Pedro huye hacia la cocina con la carpeta de cuero y Sandra mira la manera sagaz con la que Pedro huye y Jorge no lo hace, pues sólo se queda mirando el perfil de Sandra, sus pómulos salientes y esa barbilla que tiene una pequeña sombra de chocolate. De pronto suena un reloj. O no lo hace, pero es seguro que Sandra cree que lo hace. Mira a su alrededor. Ya nadie espera por una mesa.

Jorge se demora un momento en el baño. Sandra lo está esperando en la calle con los hombros cubiertos. Mira hacia el cielo, mira el suelo de piedra, una puesta junto a la otra, y sus zapatos bailan involuntariamente. Cuando Jorge mea, siente un profundo alivio. Se para de puntas e inclina el pene dentro del urinario. Rechina los dientes. El chorro está caliente y es amarillo. Al rato sale del baño y la busca. Camina un momento por entre las mesas y no la encuentra. Sale a la terraza y mira en todos los sentidos: allí tampoco está. Levanta los ojos y cree reconocer en el cielo una tenebrosidad nueva. El frío es húmedo y se pone la casaca. Luego mira el cielo con vehemencia. El cielo está indudablemente tenebroso. Piensa: el cielo parece el techo de una cueva. Atraviesa la terraza y sale a la calle. Allí está Sandra esperándolo. Ella lo ve y de inmediato, esta vez sin dudar, empieza a andar con dirección a su departamento. Son sólo unas cuadras.

Unos minutos después Jorge camina todavía. Recuerda las tetas de Sandra… no lo logra. Recuerda sus ojos… no puede. Siempre pensó que tenía buena memoria, pensó que se acordaría todas las veces. Quizás si la pudiera ver un momento más sería fácil. ¿Su nariz aguda? ¿Su frente? Ahora no está seguro. Sandra camina 2 metros por delante y él no la puede mirar.

1

Desperté el lunes cerca de las 9 de la mañana. Giré sobre la cama, cogí el teléfono de la mesa de noche y marqué el número de Mónica.

–Hola… ¿Mónica? –titubeé, todavía dormido.
–Hola, ¿Juan? –contestó Mónica. Su timbre era fresco, como el agua fría.
–Hola Mónica.
–Hola Juan, ¿estás bien? –calló un momento–. ¿Qué pasa?
–Bueno, la verdad es que me siento un poco mal –le confesé.
–Ok… pero… ¿qué tienes? ¿Vas a poder venir?
–No lo sé… Me siento mal, desde ayer.
–¿Desde ayer? –preguntó.
–Sí, desde ayer –repetí–, me duele… me duele el culo desde ayer.
–¿Que de duele qué?
–El culo –le respondí–, me duele el culo.
–¿Qué te duele el culo, me has dicho?
–Eso mismo, el culo–. Imposté la voz grave y seria–: Me duele mucho el culo desde ayer.

2

Todo empezó el domingo. Apareció el domingo entre mi culo una masa voluptuosa y endurecida: una piña. No había esperado jamás que lo hiciera. Nunca antes me había crecido nada allí, junto a las nalgas. Es decir que estuve sorprendido cuando descubrí que aquello me había aparecido, de pronto, de la nada, en el exiguo espacio entre las pompas. Es raro que le crezca a uno una piña en ese lugar. Estuve anonadado, desconcertado, no había sabido nunca antes de otro caso similar.

Me levanté el domingo por la mañana y tenía un piña entre las nalgas. Desperté y todavía llevaba la ropa de la noche anterior: un par de jeans oscuros, las medias negras, una camisa azul y la casaca nueva. No era extraño; ocurre que bebo hasta entumecerme. Acostumbro luego de entumecerme hasta la desmemoria dormir con la ropa con la que salí en busca de los líquidos que quiero o que quizás no quiero tanto, pero que de cualquier modo bebo y me entumecen, me hacen estar como si nada me importara, como si entumecerme fuera el único propósito en mi vida –en ese momento de hecho lo es– y como si fuera ingenuo a todas las traiciones y ausencias que me han sido infligidas en la vida por mis enemigos y los amigos en iguales proporciones (y frecuentemente en confabulación), a todas aquellas arteras embestidas yugulares que han sido asestadas en mí y que jamás puedo olvidar, menos aún cuando lo pretendo y estoy entumecido.

El hecho es que eran las 11 de la mañana y que estaba echado sobre el cubrecama aún parcialmente entumecido, en realidad quiero decir borracho, que tenía la garganta sucia y que necesitaba con urgencia mear, pero cuando me quise erguir sobre el colchón, sentí una punzada entre las nalgas. Un dolor sordo hirvió en todo mi cuerpo. De inmediato retrocedí: volví a tumbarme. Al rato volví a intentarlo: otra vez sentí la punzada aguda e inaplacable, larga como tratar de aguantar la respiración, luego el dolor sordo recorriendo la espalda desde abajo hasta las axilas. A pesar de él, esta vez me erguí decidido. Anduve hasta el baño rengo. Hacía un túnel amplio con las caderas, manera que mitigaba el malestar. Acto seguido, tras cerrar la puerta de madera, me libré del jean y del calzoncillo de algodón. Me ausculté profusamente con el dedo índice y el medio; me contorsioné, recorrí con cautela toda la superficie del objeto desconocido. Era obvio, sí, efectivamente, tenía una piña alojada entre las nalgas. La piña se adhería con rigor al tejido inflamado, persistente y dolorosa. Al tacto era tensa como el diamante y yo imaginé que si pudiera traerla fuera, brillaría en la opacidad del cuarto de baño. Mas no pude traerla fuera. Tras estimularla, la piña demostraba no ser un cuerpo inerte. En cambio estaba muy bien conectada con mi entraña; podía enviar señales centellantes por todo mi cuerpo, que se quebraba al instante. El dolor era certero, daba justo donde residía mi orgullo y lo dejaba sonso, alicaído.

Quedé silencioso un momento. Pude ver la imagen que reflejaba en el espejo. Pude ver que tenía el pelo revoloteado y grasoso, los ojos sangrados y tristes. Volteé la mirada.

De inmediato entré a la ducha y puse el agua caliente. Cuando alcanzó cierta temperatura, dejé que me diera por la espalda. El vapor comenzaba a formar una nube y la nube me envolvía. Quise creer que me abrumaría. El vapor entraba en mis ojos y humedecía mi pelo graso, mis axilas agrias, sin embargo no me aislaba totalmente. Podía escuchar lo que pasaba fuera. A través de la ventana que daba a la jardinera oía el televisor y oía también los pasos de mi madre, que iba y volvía por el pasillo entre las habitaciones. Cerré los ojos. Un momento más tarde, giré y dejé todavía que el chorro me diera por la espalda. Después de recorrer los omóplatos y la cintura, el chorro tibio seguía el surco entre mis nalgas. Ahora, cuidadosamente, incliné las caderas hacia atrás y procuré que el chorro acariciara la piña. Estuve así un rato más. El agua caliente bañaba la piña y parecía disminuir el dolor… Entré en una especie de trance.

Pensé que quizás me ocuparía de la piña más tarde. Pensé que acaso… ¡a lo mejor la ignoraría! Cerré la llave de la ducha, elegí un par de zapatos y tomé medio litro de agua que había puesto la noche anterior a helar. Conduje el auto hasta los pantanos de Villa. Durante el almuerzo noté que la piña seguía creciendo. Hice lo que pude por ignorarla. Siempre y cuando no la tocara o ejerciera presión sobre ella, parecía no molestar. Más tarde no pude manejar de regreso hasta San Isidro.

Por la noche tomé un café con José. Sentado en la cafetería, cruzando las piernas podía mantener la piña unos milímetros sobre la porción de mis nalgas que sostenía el tronco recto. Cuando volví a casa hurgué en mis calzoncillos. Noté que todavía crecía. El dolor era en efecto insoportable. Esa noche me acosté de lado, atormentado por la hinchazón.

3

Desperté el lunes cerca de las 9 de la mañana. La habitación estaba inundada con una frágil y extraña luminiscencia. Sentí otra vez la garganta sucia y ácida. El olor a sudor impregnaba el aire, lo había vuelto salobre. Cada respiro era tortuoso y denso; tenía el sabor de la mostaza y las verduras hervidas. Había dormido muy poco. Recostado todavía sobre el hombro izquierdo, miraba hacia la ventana y podía ver como el día se comenzaba a manifestar entre las persianas metálicas.

Quedé lánguido un momento, metido aún entre las sábanas, postrado y callado. Con el sol del invierno en los ojos, astuto, azul, sentí un pequeño alivio. Giré sobre la cama, cogí el teléfono y marqué el número de Mónica. Timbró cinco veces y nadie contestó. Un minuto después volví a intentar. Ahora timbró solamente una vez.

–Hola… ¿Mónica? –titubeé, aún parcialmente dormido.
–Hola, ¿Juan? –contestó Mónica. Su voz era clara, como el agua fría. Detrás del auricular (fresca como el agua fría) Mónica llevaba ya 40 minutos sentado frente a su computadora.
–Hola Mónica.
–Hola Juan, ¿estás bien?
–Ehh… Sí, sí… bueno no… en verdad no –le confesé.
–¿Qué tienes? –calló un momento, esperando una respuesta, luego siguió–. Ya son las 9 de la mañana Juan. Juan, teníamos el almuerzo con Patricia, ¿recuerdas?
–Me siento un poco mal, Mónica.
–Ok… pero… ¿qué tienes? –sonaba de pronto ofuscada–. ¿Vas a poder venir? Tenemos el almuerzo con Patricia, ¿recuerdas?
–No lo sé. Me siento mal, desde ayer.
–¿Desde ayer?
–Sí, me duele… me duele el culo –le dije–. Desde ayer.
–¡Desde ayer!
–Sí, desde ayer –repetí.
–Espera, ¿que de duele qué?
–El culo –me escuchaba, callada y parca–, me duele el culo desde ayer.
–¿Qué te duele el culo, me has dicho?
–Eso mismo, el culo. Me duele mucho el culo desde ayer.
–No entiendo, ¿el culo? –Mónica sostenía el auricular, y este, entre sus manos, semejaba una pistola–. ¿Desde ayer?
–Sí, el culo Mónica.
–…
–¿Mónica? –estaba jodido–. ¿Me escuchas?

Del otro lado de la línea, pude imaginarla sosteniendo el aparato con la cara sonriente, echa una máscara: los ojos muy abiertos mostrándose como dos huevos pálidos y la mandíbula caída. En realidad les digo que pude imaginar su cara imaginando a su vez mi cara. Recordé todas las veces en las que había visto su cara redonda y rosada a lo largo de los últimos años, su cara afable que me daba órdenes y que me parecía un melón. Supe exactamente la expresión que tendría ahora, sentada ella sola en la oficina unos minutos después de las 9 de la mañana, junto a la ventana que miraba desde un noveno piso sobre una atestada avenida de Miraflores. Supe ya cómo esa cara –la sonriente cara de máscara que sabía que llevaba en este instante– me permitiría distinguir la cara de alguien que está oyéndote hablar y pensando que es lo que dices –cómo más decirlo– una extensísima huevada.

Un segundo me detuve en el techo blanco de la habitación, en el ventilador que hacía giros colgado de él y cuyas aspas estaban cubiertas de polvo. Luego miré mis zapatos en el suelo de la habitación. Estaban mojados, tirados junto a la camisa que me había puesto la tarde anterior. Esperé otro segundo.

–¿Mónica? –no contestó.

Reconocí un ligero ajetreo del otro lado de la línea, un ruido de aquellos que connotan un trámite o un proceso. Alguien parecía estar moviendo u ordenando pilas voluminosas de papel. Se oía música en el fondo, muy bajo, casi como un murmullo ronco o una ilusión. Se oía también el teclado de una computadora que iba al ritmo del murmullo; iba y venía un teclado con pausas regulares, junto a los compases. Alguien redactaba con velocidad.

Vi la hora en el despertador. Eran las 9 más 7 minutos. Me provocaba un café largo y amargo. Di la vuelta sobre la cama otra vez y volví a preguntar.

–Aquí estoy, Juan –contestó Mónica.
–Mónica, pensé… –me detuve aliviado– pensé que se había cortado.
–No, aquí estoy.
–Sí… –no supe continuar.
–¿Me decías que te duele el culo? Me decías que…
–Sí, eso es –interrumpí–, me duele el culo. La verdad es que me duele mucho el culo Mónica.
–Ok…
–Y que no me puedo sentar… –agregué–. Desde ayer.
–Veo… ¿o sea que te duele el culo y por eso no te puedes sentar?
–Exactamente –recalqué, guardando una pausa afirmativa–. Es que me duele mucho.
–No entiendo.
–…
–No entiendo bien, Juan –insistió.
–¿Qué cosa no entiendes?
–¿Es un poco raro no? –pude notar que se reía, a este tiempo un poco asustada–. ¿Cómo que te duele el culo?
–Es que… ¿cómo lo digo?…
–¿Qué cosa Juan?
–…
–¿Juan?
–Aquí estoy.
–¿Por qué te duele el culo? –reclamó.
–Creo que me ha crecido una piña, Mónica.
–¿Qué?…–calló un segundo, luego volvió con un tono más alto– ¿Qué dijiste?
–Dije que creo que me creció una piña… Yo lo sé…, pero eso es lo que ha pasado.
–No entiendo –ahora exclamaba en voz alta–. ¿Cómo dices…?
–Yo sé que suena raro, pero creo que me creció una piña en el culo.
–¿En el culo? ¿Pero dónde?
–Sí… eso es –quise terminar la conversación–. Cualquier cosa yo te aviso.
–¿Una qué?… ¿¡Dónde!? –gritaba.
–Una piña…
–¿Una piña, me dices?
–Sí –le confirmé desesperado, y quizás con una contundencia que bordeaba con la descortesía, seguí–: En el culo, sí, en el medio, entre las nalgas. Me ha crecido una piña en el medio del culo. Cualquier cosa yo te aviso…
–No entiendo.
–Digo que creo que no voy a poder ir al trabajo hoy. Mónica, no me puedo sentar.
–Espérame un ratito –ordenó. Siguió un largo silencio–. Ok, ya volví.
–Ok.
–¿Bueno, tienes algo urgente para hoy?
–Ehh… mmm… –no podía pensar–, creo que no…
–¿Estás seguro? –volvió a preguntar.
–Sí, no, todo está al día.
–Bueno…
–Sí, bueno… chau Mónica, nos vemos mañana, supongo.
–¡Chau, cuídate! –respondió, y pareció querer colgar el auricular, pero inmediatamente agregó–: Espera, no entiendo.

4

Oí que se despedía y llevé el aparato lejos de mi boca, extendiendo el brazo derecho hasta la mesa de noche del mismo modo tal si fuera una pala mecánica. Lo llevé con lentitud y precisión trazando un arco amplio y constante, sin perderlo de vista, abriendo poco a poco el codo con una torsión hacia fuera alrededor de la axila. La piña, que hasta este momento de la mañana se había mantenido en silencio, comenzó de pronto a latir con insistencia. Un sordo tambor bregaba entre mis nalgas, y el estruendo del tambor, aliado a repetidas punzadas enviadas a mí con cada uno de los golpes dados en él, ocasionaba un escozor espeluznante.

Cuando el teléfono estaba por alcanzar su posición de descanso, estuve aliviado. Entonces empezó a tocar el tambor: ya casi había puesto el auricular en su lugar sobre la mesa de noche cuando escuché, muy suave, lo último que Mónica dijo. Del mismo modo lo escuchó también la piña.

Esperé un momento y traje de vuelta el teléfono junto a la cara.

–Espera, no entiendo– dijo, y quedó silenciosa, permitiendo un corto suspenso–. Sí –repitió–, no entiendo.
–¿Qué cosa no entiendes? –le pregunté.

A continuación la conversación cambió de dirección. En cierto sentido, no podría asegurar lo que aconteció.

–Esto de la piña –contestó con ligereza–. ¡Esto de la piña me tiene muy, muy intrigada! –agregó, y se puso a reír.
–Ah, cierto.
–¿Cómo es? –en su lugar, sentada en la oficina, Mónica sonreía–. Dime, ¡¿cómo es?!
–Es un poco extraño todo esto. Mira, tú entenderás… Me levanté las mañana del domingo y ya me dolía. El sábado estuve fuera, de fiesta. Tomé demasiado. No sé lo que pasó.
–Sí –interrumpió–, la verdad… ay, yo no había escuchado algo así antes. ¡La verdad es que jamás había escuchado algo como esto!
–Mónica, yo tampoco, pero te puedo jurar… Fui al baño. Bueno, la ví. ¡Es, es cierto! –exclamaba–. No sé lo que pasó…
–¡No entiendo! –se reía. Y cada carcajada, como la mano de una campesina lechera, parecía frotarme la piña con una cosquilla–. ¡No entiendo!
–Para serte totalmente sincero, Mónica, ¡yo tampoco lo entiendo! He tratado mucho de entenderlo. Estuve todo el domingo tratando de entenderlo. Y no pude. En Villa, las dos horas que comí con mis padres, no pude descifrarlo. Cuando servían el vino, yo pensaba en la piña. Cuando asaron el chancho, seguía con los pensamientos en ella. Más tarde, recostado en el automóvil… ¡es que yo tampoco lo entiendo!
–¿Pero cuánto tiempo vas a estar mal? –Mónica bullía; la piña, como si la excitaran con una pluma, no se quedaba quieta–. Por Dios, ¿¡cuánto tiempo dura una piña!?
–No lo sé –espeté dubitativo–. Pero hoy no me he podido levantar de la cama. ¡Eso es seguro!
–Vas a ir al doctor, me imagino. Tienes que ir al doctor.
–No lo sé –imaginé llamar, imaginé la voz de la secretaria–. ¿Qué le voy a decir al doctor? «Doctor, necesito una cita por favor.” “Señor, qué es lo que usted tiene? “Doctor, tengo una piña en el culo». ¡No! El doctor va a pensar que soy un loco de mierda, un imbécil. No me atenderá.
–¡Una piña! –ahora era casi como si le hubieran dado una buena noticia. Reía–. ¡Una piña!
–Es seguro que voy a ir. En la tarde, sí, ¡voy al doctor por la tarde!
–¿Y cómo es? –su respiración, al acelerarse, se había vuelto clara y rítmica. Tomó un descanso–. ¿Có-mo-es-la-pi-ña-Juan? –preguntó, ahora lentamente.
–Bueno, yo diría que es como cualquier piña, Mónica. Sí, en efecto, como cualquier piña. Como las piñas que compras en el supermercado. Sí, como cualquiera de ellas. Como las piñas que recuerdas de chica. Sí –¿que cómo cualquier piña? ¿Qué carajo hablaba?– Sí, así es.
–¿No la has visto?
–No, pero la he tocado. Fui al baño… La toqué con las manos.
–Mierda –replicó con asco–. ¡Mierda! –repitió riéndose–, ¿la has tocado?
–Sí, claro. Digamos –no existía una forma de explicar esto, así que acometí el asunto como pude–. La toqué con los dedos. Es ovalada, áspera, está cubierta de extraños rombos. Es como un huevo rugoso… ovalada como un huevo terso y rugoso, cubierta de rombos, muy grande.
–¿Cómo entra? –se mostró curiosa–. No imagino como te cabe allí.
–De hecho yo diría que no entra, Mónica. Sí, creo que por eso me duele tanto. ¡Eso es!
–Mierda, tienes que ir a un doctor Juan… ¡Mierda! –volvió a maldecir–, yo sé que no te gustan…
–Yo creo que se irá sola.
–¿Estás loco? Debes ir al doctor…
–Pero es sólo una piña. Al fin y al cabo… Ya se irá. Si pasa suficiente tiempo… No, yo no puedo. No. Después de todo, ¡es sólo una piña!
–¿Cómo que es sólo una piña?
–Yo creo que podría ser peor… Yo creo que podría ser mucho peor.
–¿Cómo podría ser peor?
–Ehhh… –medité un momento:– sí, creo que podría ser mucho peor.
–¿Qué?
–Podría ser una papaya –continué en voz alta–. Mónica: ¡imagínate si fuera una papaya!
–¿Una papaya?
–Ciertamente sería peor si fuera una papaya.
–¡No entiendo nada! –se carcajeó.
–Si fuera una naranja, creo que sería mejor.
–¿Por qué? –volvió a agravarse.
–Por el tamaño. Quiero decir… una naranja dolería mucho menos en el culo.
–¡Oye! –exclamó–. ¡Déjate de huevadas! Anda a un doctor y que te diga que tienes.
–En cambio una papaya dolería mucho más.
–Deja de hablar sonseras –ordenó.
–Pero si fuera una papa sería terrible.
–Mira, ¡escúchame! Tienes que…
–Por lo menos no tengo una papa en el culo –la detuve–. Tampoco hace ruido –seguí–. Imagínate que hiciera ruido.
–¿Cómo?
–Si hiciera ruido.
–¿Cómo mierda va a hacer ruido, Juan?
–Si fuera un animal haría algún ruido.
–¿Qué? Estás hablando huevadas.
–En cierto sentido, creo que tengo suerte de que haya sido una planta. Las plantas no se mueven, salvo que el viento sople contra ellas. Las frutas, en general, no joden demasiado. Las frutas, en su mayoría, son dulces y legres. Por lo menos las frutas no ladran ni aúllan.
–Oye…
–Pudo ser un coyote. Eso sí que hubiera sido un problema. Creo que pudo ser un coyote.
–Pero fue una piña…
–¡Imagínate! ¡Un coyote Mónica!
–Estás imbécil –concluyó, categóricamente. Ahora Mónica se había echado totalmente, el torso entero sobre un codo y el escritorio, y con la mano libre pasaba los post-its uno a uno, de un lado del monitor al otro, donde los volvía a pegar–. Además, creo que en Perú no hay coyotes, Juan.
–Y en Europa, ¿hay coyotes?
–No lo sé –replicó–. ¿Pero qué importa?
–Es que en el verano estuve en Europa.
–¿Y?
–Quizás lo traje sin darme cuenta. Quizás lo traje en la maleta, en el avión.
–¿Qué?
–Que quizás lo traje sin darme cuenta– Mónica imaginó un pequeño coyote, enrollado como una bolsa de dormir, en el fondo de la mochila–. En la mochila, por ejemplo.
–Juan, creo que en Europa no hay coyotes –imaginó que el coyote no se movía, imaginó que quedaba 16 horas totalmente quieto.
–Pero yo creo que quizás lo traje en la mochila sin darme cuenta.
–Juan, te hubieran visto y te hubieran hecho pagar por una mascota. Además, te digo… en Europa no hay coyotes.
–¿Dónde hay coyotes entonces?… –¿dónde?–. ¿Mónica?
–Sí, sí… En México hay, al norte. Allí tienen coyotes. Al norte de México hay un desierto muy largo. También es muy ancho. Está seco, como un pozo. Allí, donde se juntan México y los Estados Unidos, en medio de ese mar de narcos, putas muertos, allí mismo hay coyotes como cancha.
–Coyotes… ¿cómo el que persigue al Correcaminos en los dibujos?
–Exactamente –confirmó.
–Bueno, pero en México sólo fui al sur. Estuve en Yucatán, fuimos a la playa –recordé–. Fuimos con mis padres. Yo tenía 9 o 10, quizás menos. Mi padre condujo a Chichén Itzá, comimos tacos en Valladolid (sí, como en España). Luego casi se cae en un senote, el huevón. En el Bogarts, un restaurante para turistas decorado al estilo marroquí, el lomo tenía sabor a mierda. Lo juro, a mierda. Mi padre dijo que era carne congelada… Es que lo recuerdo todo perfectamente. Nunca pidas ensalda Caesars en México, Mónica, ¡nunca!
–En Arizona también hay –Mónica contaba las hojas libres de su cuaderno–. En Nevada hay coyotes. ¿Has ido?
–No fui nunca.
–Seguro que en Texas hay coyotes también.
–Solo estuve en la costa este. En el 89, cuando fuimos a Florida. Volvimos en el 91. La primera vez nos quedamos en el Sonesta; la segunda en el Marriot. Recuerdo como mi hermano se golpeó la cabeza en Miami Beach. Un poco más y se la rompe. Lloró como un maricón: ¡qué tal huevón! Y mi padre usaba casacas, con todo y el calor. Y mi madre todavía se ponía hombreras, como en las pasarelas… Recuerdo que me gustó mucho Miami.
–Pero allí no hay, eso es seguro. En los pantanos…, en los Everglades sólo hay cocodrilos.
–Luego en el 96 fuimos a Nueva York. Nos quedamos en un hotel en la 81 con Broadway.
–¿Conociste el MET?
–No. Mi mamá fue, pero yo me quedé en un McDonalds. Tenía un vaso de Dr Pepper de 12 oz. Era refill.
–Creo que lo que hay en Europa son lobos, Juan.
–Yo no vi ningún lobo en toda Europa –ahora era Mónica la que hablaba huevadas.
–Eso es obvio… Es obvio que no viste ningún lobo.
–¿Por qué? –quisé encontrar el motivo yo mismo. No lo logré–. ¿Por qué sería obvio?
–¿Acaso fuiste al bosque?
–No.
–Pues no creo que haya lobos en el metro, corriendo entre los inmigrantes hambrientos, ni lobos en el H&M, mascando los calzoncillos, ni lobos en las playas, cagando y cagando, ni en el Museo del Prado…vamos, en general, no creo que haya lobos por la calle en Europa. Europa es un lugar civilizado (probablemente demasiado), y en los lugares demasiado civilizados no hay lobos que van por la acera. ¡De ninguna manera!
–¿Por qué?
–Pues porque los meterían a una perrera. Tarde o temprano los encontrarían e irían a una perrera.
–¿Y después?
–Los llevarían al zoológico supongo. Allí los criarían o verían como regresarlos al bosque. En el bosque es donde tienen los europeos sus lobos.
–No lo creo.
–¿Qué mas harían?
–Podrían matarlos.
–¡No digas eso!
–Claro que sí, podrían matarlos con un tubo metálico, darles en la puta cabeza con un tubo metálico… ¡hasta volver mermelada sus cráneos!
–¿¡Qué!?
–Que quizás es un lobo, digo, lo que tengo. Quizás lo que tengo en el culo es un lobo que se había perdido y que aún no habían cogido. ¡Se salvó de morir! Quizás lo que tengo en el culo es un lobo que se salvó.
–Bueno, Juan, quizás, es posible. No es del todo refutable. Hay un momento para cada cosa y, en ese momento, cualquiera cosa es posible. Ya he visto muchas locuras. ¡Ya las he visto todas!
–Quizás por eso me ladraron los perros en Schiphol.
–Y tienes suerte de haber pasado la Aduana, con esa cara de fumón.
–¿No te conté que me retuvieron?
–Sí –bostezó, oí que daba un sorbo, oí el sonido que el líquido oscuro hacía cuando lo deglutía.
–La verdad me hubiera gustado conocer el bosque. Quizás hubiera visto un lobo. Quizás lo hubiera traído conmigo.
–¿Te gustan los lobos?
–Sí, pero no más que… ¿Sabes?
–¿Qué cosa?
–Tengo mucho sueño.
–Ok Juan.
–Ok, adiós. Hablemos mañana.
–Ok, cuídate –refunfuñó Mónica.

5

Eran ya las 9 con 20 minutos, el lunes por la mañana, cuando Mónica colgó el teléfono. Sostuve todavía el aparato un momento junto a la cara, hasta que sentí que el micrófono se humedecía con mi aliento. Cuando percibí las pequeñas gotas acumulándose sobre el la superficie de plástico, comenzando a mojar mis labios, lo puse en la mesa de noche y volví a girar sobre la cama.

Había más luz ahora, entraba con facilidad entre las persianas, pero no tanta como para colmar la habitación. Quedé dormido el resto de la mañana.

Recuerdo que tuve una pesadilla fabulosa. En ella, Carmen Miranda se aproximaba hasta mí atravesando el espacio oscuro de un cabaret en el centro de la ciudad. En un sótano profundo y tan alto como un auditorio y oscuro de una transversal de La Colmena, un salón mediano contenía una barra de madera y entre 20 y 30 sillones de un terciopelo púrpura, roído e impregnado con un hedor de humedad y polvo. Los sillones se agrupaban alrededor de unas pequeñas mesitas de aluminio, colocadas cada una bajo lámparas tenues de cristal que colgaban mediante un cable de acero del techo altísimo. Cuando uno se posaba en cualquiera de ellos, el material de los sillones se hundía y, como una flatulencia rancia, se esparcía alrededor un brumoso espíritu ocre. Las mesitas estaban cubiertas de tabaco; en los bordes, habían sido tatuadas con cientos de pequeños aros de herrumbre. Frente a estas –dispuestas siempre en una medialuna–, se apostaba un escenario alto, al tiempo de mi sueño vacío, decorado con motivos moriscos dibujados sobre planchas de metal burilado.

Era junio de 1947 y hacía un frío intenso. Carmen se sentó a mi lado.

–Hola –me saludó. Sus labios, abiertos como una puerta, estaban pintados con un lápiz coral– ¿Cómo estás, corazón?
–No muy bien –le contesté–. ¿Cómo estás tú?

Entonces cruzó las piernas y se inclinó sobre mí. Hice una seña y llamé al mozo. Le pregunté a Carmen qué quería. Me dijo que un whisky. Ordené un whisky y un capitán. Me volví hacia ella. Llevaba un vestido de seda con muchos colores. En el cuello le colgaba un collar de perlas. Tenía el pelo recogido en un peinado muy alto. Se sostenía todo, como si estuviera engominado, en un sombrero sobre el que se habían colocado una variedad de frutas. Le dije entonces que olía a frutas. Carmen, hueles a fruta. Me miró los shorts de pijama, delgados y a cuadros. Me dijo que aquello, de cualquier modo, debía ser bueno. Le dije que lo era. Sonrió y me preguntó por qué no me sentía bien. No supe qué responder en ese instante. Colocó su mano en mi muslo y apartó la mirada, poniéndola en la mesita de aluminio. Cerró los ojos y permanecimos en silencio hasta que trajeron los tragos.

En resumen, al rato le conté la historia: le dije que tenía una piña atascada en el culo. Se rió. Me dijo que eso no tenía nada de malo. Ella había tenido muchas frutas en el cuerpo. Ella había tenido plátanos en casi todas partes, por ejemplo, en la concha, en el culo y en la boca –en la boca era donde más le gustaba–, y una piña también, sólo una vez, en otros tiempos. Incluso ahora llevaba algunas uvas en la cabeza, como ya lo había notado yo. Era su trabajo, después de todo. Pensé que era cierto: ¡era su trabajo, después de todo! Asentí. Supongo que entendió lo que quise decirle. Se acercó un poco más. Me preguntó por qué tenía una piña, cómo carajo había llegado a alojárseme una piña. Yo le dije que no lo sabía. ¿Cómo podía no saberlo? Pues no lo sabía, le aseguré. Post hoc, ergo propter hoc, me dijo: ¿qué carajo hiciste la noche del sábado? Dímelo. Le dije que no lo recordaba muy bien. Había bebido cervezas, y luego pisco. Pues, ¿qué más recordaba? Recordaba a Pedro vomitando. ¿Nada más? Sí, recordaba estar bailando. Primero una música de los 80’s, luego salsa, luego no estaba seguro. Recordaba bailar y recordaba a Pedro vomitando. ¿Algo más? No. Ok.

Carmen ordenó otro whisky. Yo ordené una cajetilla de cigarros. Encendí el primero. Oímos cuatro o cinco canciones sin hablar. Insatisfecha, me dijo que seguramente había algo, entre todo lo que no recordaba, algo que explicaría todo y que si jamás llegaba a recordar, nunca desentrañaría el misterio de la piña fabulosa que tenía alojada entre las nalgas. Me dijo que si bien esto de la causalidad estaba malentendido, no había más, en cierto sentido, que encamarse con la bestia. Así de simple. ¿Así de simple? Sí, me dijo. Y en ese momento, cuando sonrió para afirmar la contundencia de su idea, se me paró. Ella extendió la mano y me la cogió desapasionadamente a través del pantalón, muy adusta, como quien coge una raqueta de tenis. De cualquier modo, casi me vengo allí mismo. Ella lo notó y me propuso ir a una habitación, pero le dije que no podía. A penas pude estar sentado en ese lugar.

Tras echarse hacía atrás en el mueble vetusto, Carmen bebió rápidamente el último trago de su vaso. Acoplada su imagen dominante a la del sillón republicano, hacía las veces de una virreina despiadada. Al rato se fue sin despedirse. Pronto desperté. Ya eran las 2 de la tarde y el cuarto estaba inundado con el mortecino capricho del sol. El sopor era próximo y sofocante. Cuando luchaba por llegar hasta el water, jorobado y torpe, recordé aquello de la navaja de Ockham. Miranda, pensé, Carmen de mierda. También creo haber llorado un instante, pero no sabría decirlo con precisión.

Esa misma tarde la piña empezó a menguar.

6

Los primeros días pasé largos ratos manipulando la piña, de la mano de un ungüento maravilloso, ponderando las potenciales causas de tan extraño padecimiento. Me tendía en la cama sin levantarme. La modorra me acometía implacable. Procuraba leer pero nunca pasaba de unas pocas páginas, pronto caía dormido. Me masturbaba. En los pocos periodos sin lucidez que se alternaban con el letargo reinante, procuraba ir determinando la evolución de la hinchazón. Con los días el dolor había disminuido considerablemente, dando paso a una picazón intensa que a su vez daba pie a la molicie. Me volví asqueroso. Tocaba y torcía la piña toda la noche, como si fuera un pequeño amuleto precioso.

Llamé el jueves temprano a Mónica. Le dije que no iría tampoco ese día a la oficina .

–Ok Juan –eso fue todo lo que me dijo. De inmediato colgó.

Por la tarde anduve hasta un restaurante pequeño cerca del parque de Miraflores. No había salido sol, pero la resolana era inmensa. Corría viento. Al llegar cogí la mesa que daba a la calle. Ya podía tomar asiento con normalidad.

Desde mi lugar podía ver unos chicos que jugaban con unas monedas sobre la vereda. Un señor, a cinco metros de la puerta del restaurante, vendía galletas de avena. Pronto se acercó el mozo, un hombre bajo de unos 50 años. Tenía las cejas anchas, era moreno y usaba una guayabera percudida. Ordené huevos revueltos, mostaza y una jarra de hierba luisa. Me miró como si fuera un imbécil. Me dijo que no servían nada de eso. Cogí la carta. Después de revisarla, ordené un shawarma de cordero, una ensalada de col y una cerveza. Por primera vez en cuatro días, comí y bebí como un puerco.

Más tarde ordené un café largo y coloqué el cuaderno azul sobre la mesa. Lo abrí. Sobre el papel había un dibujo hecho en lápiz. Era un pájaro gris, en pleno vuelo. Tenía el pico rojo, parecía que regurgitaba sangre a través del pico. Bajo los ojos, una sombra azul, tal si hubiera sido hecha por un maquillador, alumbraba su rostro. Pero no recordaba haberlo hecho. Pasé algunas hojas más del cuaderno y contemplé, a la mitad del encuadernado, la primera página en blanco.

Escribí algunas horas en esa página y las siguientes. Traté de atar cabos. Finalmente limité las posibilidades a dos.

I. La piña no era en realidad una piña. La piña era en realidad una inflamación del tejido hemorroidal en la boca externa de mi ano;

y II. La piña era la venganza artera del universo, vuelta sobre mí.

7

–Pedro –le dije–. ¿Qué, una chela?
–Vamos –aceptó.

Caminamos raudos a través del salón, un espectacular prisma rectangular, muy alto y decorado con esmero. El suelo estaba entarimado con tablones largos y gruesos. Una alfombra de un oscuro tono borgoña estaba perfectamente posicionada en el centro de la habitación, cubriendo gran porción del área del disponible para andar. Las paredes estaban cubiertas con un empapelado beige, con lunares. Quizás cuarenta guirnaldas de flores plateadas colgaban de las vigas que sostenían la construcción, cada una atada con una fibra de nylon gruesa y opaca. Reduciendo el espacio, muy largas, quedaban justo sobre la cabeza. Dado por los ocho potentes reflectores que se ubicaban en el perímetro del cielo raso, echaban sombras verticales y oblicuas que cruzaban el salón en todas direcciones. Hacían las veces de cuarenta macabros péndulos detenidos. Se habían colocado largas, chatas bancas de madera contra las paredes azules –los invitados se posaban y departían en ellas. En una mesa de metal, sobre la esquina más apartada, se había improvisado un bar. Detrás de esta mesa se encontraba un muchacho vestido con un traje oscuro.

Era sábado y la temperatura iba en descenso. Eran las 9pm, una noche de junio. Fuera llovía con chispas minúsculas. Nos acercamos al muchacho de traje oscuro.

–Está un poco tibia –me dijo. Lo miré: Pedro probó la cerveza con la punta de los labios. Sus labios hicieron la forma del pico de un loro y extendiéndose se hundieron en el vaso de plástico. Penetraron la abundante espuma. Dio un pequeñísimo sorbo, meditó un instante y asintió–. Sí, la acaban de traer. Después se enfría –me aseguró.
–Qué paja el sitio, ¿no?

Además del salón en el que nos encontrábamos, la fiesta tenía otros ambientes. Desde la entrada a la casona, un hall monumental y desnudo con nada más que una cúpula de mármol sobre un piso de azulejos, se ingresaba a los salones y pasadizos, todos de distintos tamaños y formas y acondicionados cada uno con motivo distinto, que formaban un anillo irregular. Los ambientes estaban unidos entre sí por varios pórticos abiertos. Se llegaba desde el extremo más lejano del anillo, con el salón más amplio, a una terraza y, a través de esta, bajando una escalinata al jardín cuadrado y seco. La tierra en el jardín era oscura y estaba removida, cubierta de pajas donde otrora crecerían flores.

En cada uno de estos ambientes se ejecutaba la fiesta; en cada uno con el mismo coqueto frenesí, apocopado e invernal.

–¿Te gusta? –le pregunté, señalando a la chica que bailaba a dos metros nuestro.
–No sé –respondió sin voltearse. Pedro tenía la mirada perdida en algún lugar entre las guirnaldas y la atmósfera densa. Le parecían algo mágico: cientos de guillotinas colgando del techo (algo extraído de un circo, pensaba). No había percibido, entre todo lo que nos rodeaba, lo principal. A dos metros nuestro una morena giraba en trompos meticulosos y perfectos.
–Está guapa –le dije. La morena persistía en su trance.
–Sí –estuvo de acuerdo.
–Está buenaza, ¡no jodas! –insistí.
–Sí –admitió. Se rió un momento–. Tienes razón, está buenaza –pero aún no la miraba.
–Tiene un culazo huevón –no parecía escuchar.

La morena hacia trompos meticulosos y perfectos. Cuando giraba, las distintas sombras lineales giraban en dirección opuesta y radial a su cuerpo, hacían ángulos de luz y sombra sobre su rostro y su vestido. Iba así tornándose su apariencia. Un momento todo lo que comunicaba era bondad; otro era una pécora inexpugnable.

–¿Pudiste empezar a escribir el guión? –me preguntó Pedro.

Entonces lo tomé del brazo y lo volteé de costado. Sólo así Pedro la vio y en ese momento la morena nos vio a nosotros. Sus ojos grandes y oscuros se hincharon, de inmediato se desviaron hacia otra parte. Con ese porte coqueto y dinámico –tenía una especie de espíritu de sonaja–, nos vio y de inmediato continuó bailando, a sabiendas de que la teníamos en la mira. Ahora yo necesitaba mear.

–Vuelvo –dejé a Pedro con sus guirnaldas y la morena. Tomé una cerveza y me dirigí fuera, en busca de un lugar para saciarme.

En el jardín de atrás había menos gente. Fuera ya no se respiraba el aire tupido de la casona. La lluvia caía de lado. El viento de las 10 de la noche inclinaba las minúsculas chispas, parecía que las pulverizaba. Las chispas caían entonces tal un manto oblicuo que todo lo humedecía, y no precisamente lo mojaba. En la grama seca y muerta, alrededor de las jardineras secas, entre uno o dos arbustos secos, algunos invitados se paraban dispersos y se humedecían. Conversaban, allí donde la música se oía más baja.

Pero no había en todo el jardín un rincón donde mear. Entonces volví a la terraza. Le pregunté a un chico que se sostenía contra una columna y tomaba de una copa. Su complexión abierta y su palidez me convencieron de su franqueza. Siguiendo su concejo, entré por una puerta lateral a un pasadizo más oscuro, fuera del anillo. Tras deambular unos minutos en la oscuridad, alcancé un interruptor con los dedos. La herrumbre lo cubría completamente. Estaba húmedo y cuando lo presioné, sentí una leve descarga. Me descubrí un baño viejísimo e inmundo. Después de verme un momento en el espejo, extraje el pene del pantalón, lo blandí en 45 grados hacia delante y arriba, oriné en el lavatorio.

–¿Pudiste empezar a escribir el guión? –Pedro no se había movido del mismo lugar. Sus ojos vibraban, disociados del culo de la morena.
–¿Pudiste ver ese culo, puta madre? –ella seguía en frente de él y él seguía, como un cojudo, perdido entre las pequeñas guillotinas que colgaban del techo.
–¡Ya! –sonrió.
–Ya empecé –le dije. Cogí otra cerveza–. ¿Se enfrió?
–No –me dijo–. ¿Qué has escrito?
–Nada –respondí–. Ok, todavía no empecé. Esta semana traté de empezar con algo, pero no la tengo muy clara, la verdad.
–Necesito que empieces.
–Discúlpame, no he podido –me excusé–. Tú sabes, trabajo todo el día. Y tengo a Mónica encima. Casi no tengo tiempo .
–¿A quien?

Más tarde seguimos tomando cervezas. La música cambió; ahora ponían salsa. Si no es mi imaginación, todo se oscureció también. Bajaron las luces hasta sumir todo en una penumbra sinuosa. La morena se movía con insolencia.

A las 12 llegaron Felipe, Fátima, Luciana, todos ellos. Bailamos juntos. Luego volví a buscar el baño. Cogí una cerveza. Encontré al muchacho de la columna bebiendo del lavatorio. Me vio e hizo una seña. Volvió a su tarea. Cuando seguía con la cabeza sumergida, oriné en el water. El chorro transparente caía en el agua oscura, hacía un ruido grave y con él se elevaba hasta toda la habitación un hedor dulce, como de espárragos. Pequeñas chispas opacas empezaron a mojar mis zapatillas. Salí de allí tan rápido como pude.

Otra vez en el salón, no pude encontrar a todos. Salí a la calle. No había nadie más. Llovía. Fui hasta el bar y cogí otra cerveza. El muchacho del traje oscuro ahora estaba ebrio. Con una copa en la mano, conversaba con una chica. Creo que bailé un momento. Después volví a salir a la calle. ¿Dónde mierda estaban todos? La lluvia arreciaba. Parado en el hall, bajo la cúpula, me apoyé contra la pared a descansar. El mármol estaba helado y el frío penetraba mi espalda. Pensé un momento en la morena, la había perdido de vista, y luego en el guión de mierda. Pero estaba contento. Me sentí contento y terminé mi cerveza de un sorbo largo, inclinando el vaso hasta ponerlo casi en posición vertical.

Entonces noté que en el rincón opuesto había alguien. Doblado sobre su cintura, se apoyaba contra la pared. Me acerqué. A sus lados, el piso estaba completamente mojado. Un chorro rosa partía de él y se esparcía en el piso de azulejos. Di unos pasos más. La figura doblada regurgitaba; las arcadas lo hacían dar pequeños saltos. Con cada una el chorro que corría por el suelo se engrandecía. Di unos pasos más: era Pedro.

Fui por una cerveza. Creo que pude ver a todos bailando también. Pero fue entonces que comencé a sentirme verdaderamente entumecido. Al día siguiente, después del café con José, Luciana me contó por el chat algo de todo lo que no podía recordar.

Colofón

La piña ha desaparecido del todo. He vuelto a mi vida común. Voy al trabajo. Escribo y duermo. Mónica no ha dicho nada.

Tras muchas horas de furia, tan sólo más tarde he podido decir que los fulgores se aplacan, pero mi estómago todavía no se resuelve. Quizás nunca pueda saber qué originó realmente mi padecimiento, o si fue cualquier cosa que no supe y que escapará desde ahora para mí. Quizás sólo pueda saber con certeza que no es el resquicio entre las nalgas, esta grieta nerviosa lugar propicio para cultivar fruto de cualquier especie.

1

Amanda se la entregó después del banquete. Ya se habían ido los últimos invitados cuando Amanda se acercó y se la puso en las manos muy despacio, como si fuera un huevo delicadísimo. Lucifer la observó confundido. Era negra y lustrosa. Cabía totalmente sobre su palma y entre sus dedos. Era muy pequeña. Era un obsequio precioso y cuando se lo dio, él no lo esperaba de ninguna forma.

Todos los años, el mismo día que es el día de las madres, Lucifer y Amanda celebran con un banquete el aniversario de la secesión. Reciben en casa a sus amigos; sus amigos llegan a casa desde todas partes y de todas formas. Comen hasta estar henchidos, beben hasta saciarse, se emborrachan y recuerdan con alegría –si acaso siempre una alegría atada a una sugestión de malignidad– el día en que todo quedó partido entre dos. Lo celebran el mismo día que es el día de las madres: esto siempre le parecería a cualquiera una casualidad entretenida. En cambio Lucifer encontraba en ello una concordancia macabra. Amanda, desde que lo conoció, había confiado ciegamente en él. Luego pensaba que en esta coincidencia se hallaba también un sello cósmico, la señal aguda de que algún día Lucifer se reivindicaría. Le gustaba creer que finalmente reclamaría el trono de los cielos y se convertiría ella en la gloriosa madre de toda la creación.

Y entonces por fin podrían los dos vivir como se merecían, se decía a menudo. Pero el asunto era difícil y, si me permiten contarles, venía de muchos siglos atrás, aquel día de la madre cuando Lucifer tuvo una fuerte discusión con Dios, su hermano mayor.

Dios era un sujeto desgarbado, ambiguo y barbudo que bordeaba los 18 metros de altura. En un sentido muy amplio, estaba resentido con todos, pues todos, desde que cualquiera podía acordarse, predicaban pero no practicaban su doctrina. Al andar se tambaleaba. Nunca hablaba demasiado. Cuando lo hacía, tenía una voz grave y triste que prorrumpía en el espacio bruta y burda, con una resonancia abrumadora que nacía de su cabeza hueca y descomunal. De primera vista, era un tanto imbécil. Los pelos blancos y enrulados los llevaba siempre sucios, largos y revueltos. Alrededor de ellos las golondrinas hacían espirales: buscaban aterrizar en los nidos que habían puesto en sus greñas hediondas. Cada vez Dios lo impedía, les daba de manotazos con vehemencia y torpeza y las golondrinas se alejaban. Tras mofarse un momento, volvían a intentarlo.

A contraste con su cabezota, sus ojos eran pequeños y lívidos. Se sabía que con ellos podía incidir hasta el seno de cualquier alma, pero en lo común parecía poco entrometido y no acostumbraba hacerlo, antes andaba siempre sumergido en una especie de mansedumbre sumisa muy próxima a la idiotez. Erraba por los senderos diáfanos de su reino –se diría que se bamboleaba por ellos–, cuya corona había heredado de su padre, un déspota pretérito y guasón, una antigua deidad de aquellas soberbias y prolíficas que lo había querido desheredar pero que había muerto de un infarto cerebral demasiado pronto, poco antes de manifestarlo.

En líneas generales, se limitaba a alimentarse, sonreír y defecar. Salvo cuando, ocasionalmente, se enfurecía.

– Huevón, ¿qué carajo hiciste? –lo increpó Dios enfurecido en esa ocasión.
– Yo hago lo que me da la puta gana –le contestó Lucifer, que desde niño había probado, tridente en ristre, hacer lo que le daba la puta gana.

Aquella vez estaban sentados a la mesa del desayuno, en la mezzanine sobre el jardín que da a la fuente, el sendero de piedras y el rosedal. Eran las 10 de la mañana, un domingo común en el palacio. Por variar, el sol era clemente y soplaba una brisa ligera. Un arcángel moreno vestido de sirvienta a la usanza francesa servía el café; un querubín esbelto y calato levitaba y blandía un abanico. No sin una gran dosis de cautela, echaba aire en las orejas de Dios. El viento mecía los mechones gruesos y rubios que salían de dentro de estas orejas enrojecidas y parabólicas. La vibración de estos mechones, que asemejaba por su simetría y frecuencia al batir de las alas del pájaro Roc, le procuraba a Dios, aún gritando, un aura entre omnipotente, cándida y pedestre. Mientras tanto, a la derecha de Dios se sentaba Gabriel impertérrito. De un tiempo a esta parte, Dios andaba todo el día con Gabriel.

Lucifer le había contestado con soberbia, casi sin pensarlo. Entonces cualquier pelea lo excitaba todavía. Y Dios se había puesto a gritar después de escucharle. Se había puesto a gritar y había colocado ambos codos sobre la mesa –el puerco de mierda, se dijo– y de su garganta profunda habían salidos despedidas sobre el mantel, el café y las galletas chispas gordas y viscosas de una saliva que apestaba a mostaza. Sus ojos se habían engrandecido también –como dos testículos de toro, recordó–, tornándose ambarinos y brillantes. De pronto, había resultado aterrador.

Se excitó sobremanera con los gritos que le profería Dios. Los vituperios y la mueca patética de su hermano, que por momentos lo hacían parecer a su juicio un gran limón parlanchín, lo calentaban aún más. Con todo, Gabriel permanecía inmóvil. Le obraba celos incandescentes. Le traía asco su presencia sutil. Lo mantenía suspicaz su sonrisa constante. Gabriel era entonces sólo un angelito pequeño y joven. Tenía el cabello rubio, la mirada cristalina y la voz muy aguda. Todos sabían lo mismo: que era obediente y menudo, pero Lucifer sospechaba ya desde entonces que algún conjuro acarreaba sobre su hermano esa dentadura blanquísima.

– ¡Bah!… si ya estaba tibia –arguyó Lucifer, súbitamente dubitativo–. ¡La pobre vieja de mierda, tullida y ciega, para qué carajo la querría!

Dios pareció haber sido golpeado con una comba en el hocico. Lo atacó una especie de convulsión espontánea. La mesa del desayuno dio un pequeño salto, levitó un segundo y cuando aterrizó, se volcó de lado una taza de café. Pronto se cubrió el mantel con una pantalla ocre que se ensanchó lentamente. No para la sorpresa de alguno, Dios era el tipo de hombre que se preocupaba muchísimo por las circunstancias. Y en ese momento oficialmente consideró las circunstancias agotadas. Encontró de pronto a su hermano menor intolerable. Pensó que podía matarlo. Inmediatamente sintió que era capaz de hacerlo. Se inclinó sobre el mantel estropeado y estrechó con furia el tenedor con el que hurgaba los huevos revueltos, alzándolo mientras gruñía.

Por accidente, asestó un pinchazo rotundo en el cielo raso. El arcángel moreno, que servía a este tiempo la torta de chocolate, espetó un gemido pequeño. Cuando cayeron sobre la torta los trozos de yeso que se habían desprendido un instante atrás, les pareció a todos que era como una pequeña nevada. El querubín continuó abanicando. El arcángel continuó sirviendo la torta. Tras un breve silencio, Lucifer se rió. Supo que no había vuelta atrás. A continuación se empecinó en su posición, y sólo por saber que esto sacaría fuego de las greñas sucias de su hermano, defendió además todo aquello en lo que creía.

– Vete mierda, ¡vete y no vuelvas más! –le gritaba Dios unas horas después, blandiendo todavía el tenedor torcido mientras Lucifer empacaba. Por momentos le apuntaba con él. Quería hincárselo en el vientre y despanzurrarlo.

Lucifer anduvo hasta la puerta callado y corvo. Se despidieron sin mirarse a los ojos. Cuando atravesaba el rosedal, tenía un ojo magullado que se le empezaba a oscurecer. Le dolía la espalda y sangraba de las rodillas. No habían vuelto a verse desde entonces.

La semana siguiente Gabriel se instaló en su habitación.

2

Amanda se la entregó después del banquete. Ya se habían ido los últimos invitados cuando Amanda se acercó y se la puso en las manos muy despacio, como si fuera un huevo delicadísimo. Lucifer la observó confundido. Era negra y lustrosa. Cabía totalmente sobre su palma y entre sus dedos. Era muy pequeña. Era un obsequio precioso y cuando se lo dio, él no lo esperaba de ninguna forma.

Podía decirse que había sido una cena genial. Cualquiera no lo hubiera refutado. Los invitados llegaron hasta las 9. En la pequeña terraza se puso la mesa, iluminada por un candelabro vienés que Lucifer había preferido él mismo entre un centenar de cirios y un juego de antorchas chinas que Amanda había comprado el invierno previo en un depósito en Shangai. A las 10 de la noche Lucifer se irguió y leyó unas palabras mientras servían el pan. Todos asintieron y tuvieron asimismo ocasión para reír. A las 12 Amanda mandó traer la segunda caja de vino. Era una cepa especial; lo habían podido conseguir gracias a un amigo. (Un amigo de un amigo, había dicho Claudius.) En total fueron tres. A las 4 de la mañana con 30 minutos se retiró la última pareja. Lucifer, cuando veía partir a Claudius y Mariana, sintió una profunda ausencia. Anduvo con un paso grave de regreso por la senda de lozas hasta la recepción, juntó la reja del hall y cerró el portón de madera con silencio tras de si. Encontró que allí se hallaba Amanda esperándolo.

Reparó por primera vez en la noche en su vestido, que caía a lo largo de su espalda casi sin querer, después en sus pies delgados. Incluyendo el peinado, no superaba los 2 metros. Era pequeña, pero pura. Su ojos parecían seccionar todo lo que veía. Su humor era una metralleta. Sus dientes eran como pequeñas sierras de marfil laqueado. Su cabello grueso, húmedo y pesado, le había recordado siempre a una mopa. Solía amarrarlo desde atrás y hacia arriba, de modo que podía controlarlo. Esto halaba su cuello y sus hombros; tensando los músculos de la espalda, le daba una postura impecable. Conjugada a sus labios finos y una sutileza severa siempre presente en cada apreciación, le confería esta posición algo propio de la gallardía. Nunca podría faltarle el respeto. Allí, parados los dos en el hall, todavía lo volvía a comprobar.

Cuando se la puso en las manos, al principio titubeó un momento. Ella se había aproximado en silencio. Tenía siempre la sonrisa de una serpiente; pero después lo miró con sinceridad. La colocó en sus manos. Él la admiró sorprendido. Se inclinó y la sostuvo por la nuca. Un instante, de modo que un rayo frío le pasara por toda la columna, ella sintió temor. Pero cuando él le dio un beso en la mejilla, muy pequeño, como casi nunca lo hacía, esta sensación se disipó.

– Gracias –le dijo, y de inmediato se retiró a través del pasillo, con dirección de las habitaciones.

Esa noche no la encendió. La dejó junto a la lámpara de la mesa de noche, apagó la luz y se tumbó en las sábanas frías. Amanda dormía a su lado, ya podía oír su respiración ir y venir con regularidad. Momentos antes de difuminarse su conciencia, recordó a su hermano.

En su sueño apareció El Tiempo. El Tiempo era un hombre muy alto. Vestía un traje de gabardina oscura y se paraba en una planicie árida a merced de una ventisca endemoniada. Se cogía el sombrero con la mano desnuda y caminaba, a pesar del vendaval. El viento pasaba junto al Tiempo y primero El Tiempo no era vencido. Lucifer trataba de distinguir el rostro del Tiempo, oscuro y desdibujándose a cada momento y cubierto parcialmente con la mano desnuda que El Tiempo había elegido para sostener siempre el sombrero. De pronto la ventisca arreció. Cuando El Tiempo no pudo avanzar más, en ese momento se despertó.

Lo primero se inclinó sobre la mesa de noche. Descansaba en el mismo sitio, junto a la lámpara. En la cocina Amanda preparaba el desayuno para los niños. Se hizo una tortilla de pasas y bebió un té negro muy caliente. Se calzó el traje, la colocó en uno de los bolsillos del saco y salió.

En la oficina, primero se detuvo un momento antes de sentarse en el escritorio. Se entretuvo mirando por el ventanal que daba a la planta de trabajos forzados. Mucho más abajo, en la base del valle, los pequeños obreros caminaban gibosos. Formaban columnas larguísimas que llegaban hasta el horizonte. ¿A dónde iban? Ya ni él sabía a dónde iba todo esto. Se ofuscó. ¿A dónde iría después de todo esto? Trató de recordar lo que había soñado esa noche y no pareció ser capaz. Sentía su ánimo desordenado. Se sentía como si hubiera bebido una gran cantidad de aguardiente mexicano. El reflejo del sol sobre las máquinas y los espejos, allá abajo, le hería los ojos. Su recuerdo era nebuloso. Sintió nauseas. Quiso vomitar, pero contuvo las arcadas.

Verificó su cuenta de email y encontró que no había nada demasiado urgente. El director de la clínica mental, un griego zalamero y procaz, le escribía que se habían agotado las sábanas. Cierto dictador tropical, devenido en romántico tras su muerte, no hacía salvo suicidarse en su cama, una y otra vez. La sangre negra impregnaba las sábanas y se debían echar. En otro correo, el encargado del incinerador le informaba de que se habían alcanzado las metas de reducción de emisiones. Se requerían no 4 sino ya 5 vagones para llevar la ceniza cada tarde. Muy bien, ahora la agenda: a las 11 tenía un directorio. Hoy se evaluaba la adición de una nueva poza de saponificación en la división de jabones. Nada más. Todo estaba en orden. Abrió la página web del periódico y empezó a revisar las noticias del día. Nada que llamara la atención. (Nada sobre él esta semana.) Fue por un vaso de agua. De regreso en su escritorio, se loggeó al Facebook. Encontró que Claudius había colgado un nuevo álbum de fotos.

«Vacaciones Mayo 2010». Accedió.

La primera fotografía estaba sobreexpuesta. Quien la tomara, olvidó desactivar el flash automático. Correspondía al interior de un automóvil. Lucifer reconoció el Toyota Corona de Claudius. Haciendo memoria estimó que, como menos, el coche era del 88. La fotografía había sido tomado desde la parte delantera de la cabina, quizás en la posición del espejo retrovisor. Incluía en el encuadre, algo torcido, los 5 asientos de pasajeros. En el lugar del copiloto estaba Mariana. Miraba por la ventanilla, alegre y distraída. En el asiento del piloto reconoció a Claudius. Moreno y tosco, hacía honor a su nombre latino. Sonreía con amplitud y aplomo. Llevaba una camisa blanca abierta hasta la mitad del pecho y unas gafas de medida. Con un brazo sostenía el timón; con el otro había cogido la cámara fotográfica y, cruzándolo por delante de su rostro, la colocaba en posición.

La décima fotografía enfocaba a Mariana y Pedro, juntos bajo un pórtico tremebundo. Supuso que Claudius la habría tomado. Mariana se veía diminuta y chaposa bajo ese pórtico, que debía tener 20 metros de altura y estaba construido con un mármol pálido. Sus leggins azules permitían distinguir, entre la sombra oblicua que echaba sobre los dos la construcción, las piernas de trazo grueso. El saco de paño opacaba su rostro, ovalado y pulcro; cubría también sus senos robustos. El bolso le colgaba de un hombro, inclinándola; con el otro sostenía el brazo derecho de Pedro. Pedro se inclinaba sobre ella alzándose sobre una pierna. La abrazaba de lado y sonreía. Miraba directamente a la cámara. Siempre lo había hecho. Pedro era un gran amigo de Claudius, ya lo sabía Lucifer. Empero, también era el portero de Dios.

La cuadragésima cuarta fotografía incluía un breve atisbo del rosedal, si bien perdido en lontananza. Más cerca, una mesa de aluminio descansaba sobre una plataforma de laja, al lado de una piscina. Alrededor de la mesa estaban Claudius, Dios y Mariana. Tomaban helados. Sobre la mesa había un pote de chocolate, un pote de pistacho y otro de Cointreau.

La quincuagésima novena fotografía era la última. Había sido tomada de noche. En primer plano, Gabriel sonreía a menos de 30 centímetros del lente.

A las 2 de la tarde salió a almorzar, pero dejó la baya donde la había puesto en la mañana. A las 7 de la noche la recogió del escritorio, tomó el automóvil y volvió a casa. Encontró a Amanda pasando café. Una revista estaba abierta sobre la mesa del mostrador. ¿La había probado? ¿Todavía no? Los niños comían y conversaban entre ellos. Cuando se sentó a la mesa, Damián levantó un momento la mirada y Lucifer reconoció esa mirada. Luego continuó comiendo. Teresa sonreía y parecía estar obnubilada con los trocitos de queso en la sopa de cebolla.

Amanda lo cogió de los hombros: Mariana y ella habían hablado con Claudius. ¿Qué le parecía si el fin de semana se iban a Paracas? Los niños se morían de ganas. Lucifer se puso en pie y salió de la cocina. Eligió un tomo del estante del hall, se dirigió a la biblioteca y juntó la mampara. Cerró los ojos. Se sumió en una serie de fantasías que le pareció, sólo por un momento, podía ser infinita.

3

Se imaginó ser muy pequeño otra vez. Era un viernes por la noche –como era la costumbre de su padre– y estaba sentado en la mesa de roble ovalada cuyo diámetro, sin exagerar, recordó que alcanzaría los 8 metros. Habían terminado de comer y pronto servirían el café. También sentados estaban los demás integrantes de su familia: su padre, su madre y su hermano mayor. Su madre masticaba en silencio. Un querubín abanicaba las orejas de su hermano. Su padre golpeaba la mesa con los dedos de una mano; mantenía un ritmo y fumaba con la otra.

– Ezequiel es una salamandra. Susana… Susana escúchame, te lo digo yo, Ezequiel es una pobre salamandra. No debemos confiar en él. ¿No recuerdas los templos helenos? ¿Ahora quién manda allí?

Su padre fumaba y hablaba con serenidad. Tenía la tez lisa y los ojos enormes. Era moreno, ronco y abrupto. Era fornido como un luchador. A primera vista, era flagrantemente poderoso. Sus labios suaves parecían haber sido bruñidos con cera, y su voz era gruesa y afirmativa, como la de un juez. Conservaba, a pesar de la experiencia, un espíritu contemplativo. Podía pasar horas escuchando las súplicas de cualquiera sin mover un sólo dedo. Por otro lado, dirigía esta familia sin duda alguna, como su propia empresa. Del mismo modo que todos los hombres verdaderamente poderosos, sabía que no necesitaba modular su voz para dar a entender una orden.

– No quisiera que vuelvas a tratar con él… Son negocios, Susana, entiéndelo de una buena vez. El corazón del hombre también puede ser un negocio. Son sólo negocios. Susana, escúchame. Ezequiel es una pobre salamandra.

Pero su madre se había girado ahora y lo miraba a él. Se había olvidado de esa mirada.

– Lucifer, ¿dónde estuviste toda la tarde? ¿Estuviste en los jardines? Dime la verdad Lucifer. Dios me ha dicho que te vio corriendo en los jardines de tu padre…

A continuación se imaginó que era de noche, una noche muy negra y sin luna. Con los ojos cerrados, Lucifer se sonrió. Nunca iba en contra de todo. Quizás lo único que lo apartara de ser un renegado vulgar fuera eso: no creer que los lugares comunes fueran siempre despreciables. En cambio, ocasionalmente los encontraba instructivos y hasta reconfortantes. No les temía. Su padre le había enseñado que el mundo era oscuro, y que había ciertos trucos para iluminarlo. Le había parecido que el más sencillo consistía en colocar anclas. Todos amaban las anclas. Uno podía clavar estacas lo largo del mundo –cada una de ellas sería un ancla– y de algún modo podían las estacas descubrirse eventualmente. Uno llegaba a Bombay y encontraba un Mcdonalds, por ejemplo. Inevitablemente sentiría, cada vez que viera una, una suerte de sosiego.

Imaginó luego así su noche: negra y sin luna. Imaginó que la noche de su fantasía era tenebrosa y prosaica. Y de inmediato, con los ojos cerrados, se sonrió. Se halló en un jardín muy frío, parado sobre la grama humedecida por el rocío bajo esa noche silenciosa. El perímetro del jardín era irreconocible. A penas podían distinguirse algunos arbustos confundidos con las sombras. A la altura de los ojos una línea indefinida marcaba un horizonte: era el lugar donde terminaban las copas y comenzaba el cielo renegrido.

Parada también en la grama, a la derecha de él estaba Mariana. Su silueta pálida brillaba con la levedad traslúcida de un aparecido. Le pareció que era un tanto más pequeña que Amanda. La miró un momento de perfil. Llevaba el pelo castaño corrido detrás de las orejas; podía distinguir toda su mejilla y un pómulo colorado. En sus labios delgados se notaba el lápiz de labios todavía. Su frente amplia semejaba un planeta. Ella volteó y lo miró sorprendida.

– Luki… –le dijo. Pero nada más. Allí acabó la segunda fantasía.

Ahora se encontró en una cena formal. La cena acontecía en un salón cuyo piso estaba entarimado con parquet. En el techo altísimo estaban pintadas una secuencia de escenas bucólicas. Las paredes estaban decoradas con imágenes y fotografías diversas, todas de similar índole bucólica. Sentados alrededor de una mesa rectangular que se extendía el largo completo del salón, se disponían a ambos lados los invitados. Cada uno quieto sobre un sillón amplio y alto, además del traje formal de etiqueta, llevaba una máscara que correspondía con la anatomía de un animal.

Lucifer se sentaba en la cabecera y era su turno de hablar. Todos se alistaban a oírlo. Lucifer también llevaba una máscara, pero por el momento no podía saber a qué animal correspondía su máscara. Sólo podía oler su interior; podía oler el cuero curtido y viejo. En las expresiones de sus oyentes, pudo inferir que sería la máscara de un animal terrorífico. Por los agujeros en los ojos de la máscara, la escena la resultaba alucinante.

– Amigos… cómo explicarles… –comenzó.

Un minuto más tarde, no había dicho todavía una palabra más. Supo que debía hablar de la ironía. Y fue así en ese momento que creyó que esto no tendría fin. Primero se desesperó. Sintió nauseas. Sintió que había bebido toda la noche. No habló todavía. Solamente miró a los otros y sus máscaras. ¿Por qué todos tenían máscaras? ¿Y por qué no decían nada? Jugaba con sus manos, que tenía apoyadas sobre la mesa, y no hablaba. Todos permanecían en silencio. Debía empezar a hablar pronto. De repente creyó que estaba imaginando el futuro.

A las 10 de la noche abrió los ojos, como si nada hubiera sucedido, y volvió a la cocina. Los niños dormían ya y Amanda estaba sentada a la mesa con la computadora portátil encendida. Había puesto música, pero no había nada de comer.

– ¿Te provoca ir a la calle? Conozco un sitio nuevo.
– Vamos, pero tú manejas –le contestó.
– OK, vamos.

Volvieron sobre las 12 de la noche. Amanda puso la televisión y Lucifer sirvió dos vasos de vodka. Lentamente, bebió cada uno. Después vieron una película. Trataba de un asesino y de su compinche. El asesino usaba un traje azul marino y su compinche, de rasgos japoneses, una casaca de cuero. Hurtaban bancos, hacían tiros y follaban como locos. En la última escena, el compinche traiciona al asesino y le dispara por la espalda. Lucifer opinó que era un canalla; Amanda que el monigote ese se lo merecía.

Cuando acabaron los créditos, Lucifer cogió los fósforos que estaban en la mesa de la salita de estar y encendió unos cigarros. Le extendió uno a ella. Fumaron y un momento más tarde se fueron a la cama.

4

Amanda se la entregó después del banquete. Ya se habían ido los últimos invitados cuando Amanda se acercó y se la puso en las manos muy despacio, como si fuera un huevo delicadísimo. Lucifer la observó confundido. Era negra y lustrosa. Cabía totalmente sobre su palma y entre sus dedos. Era muy pequeña. Era un obsequio precioso y cuando se lo dio, él no lo esperaba de ninguna forma.

Un día y una noche después, todavía no la había encendido. Viéndola quieta y expectante sobre la mesa de noche, le pareció que era una avispa. Siempre había preferido a las avispas sobre los demás insectos. A diferencia de las abejas, por ejemplo, le parecían elegantes. A diferencia de las hormigas, le parecían astutas. En relación a las arañas, las encontraba femeninas. En comparación con las moscas, le parecían poderosas. Viéndola quieta y expectante sobre la mesa de noche, sonrió y pensó que su mujer era genial: le había regalado una avispa.

Carajo, se rió. Y Amanda se quejó. Seguía durmiendo. Boca abajo, su mandíbula larga descansaba sobre la almohada de plumas. La nariz contrastaba con las sábanas blancas: de su perfil duro, aún dormida, brotaban efluvios de autoridad. Llevaban mucho viviendo juntos, pero no se habían casado. Lucifer creía que era la mejor mujer que había conocido.

Se conocieron en la cafetería de la clínica, la noche del infarto de su padre. La hermana mayor de Amanda, Sofía, había parido esa misma madrugada. Dándose un espacio antes de acometer el trajín de la mañana, Amanda, que había pasado la noche con su hermana, fue por un café. Encontró a Lucifer sentado en una mesa de la cafetería. Se encontraba solo y sostenía un cigarro encendido con la mano derecha, sin dar una pitada. Se le veía meditabundo. Movía los labios como si estuviera cantando. Lo que es seguro, miraba en dirección a la pared blanca, pero no parecía que fuera sólo eso. Tampoco parecía que se hubiera fijado en el cuadro que estaba colgado en la pared y que indicaba, por grupos, la cantidad de calorías de cada tipo de alimento. Eso hubiera implicado una mirada de atención. Pero sus ojos estaban blancos y vacíos, como los cuencos de un coco sin leche. No, él parecía estar mirando a cualquier otra parte.

Amanda solía pensar que si bien Lucifer era un hombre, en cierto modo era también un rompecabezas. Mucho más bajo que su hermano mayor, a penas alcanzaba los 10 metros de altura. Era magro y a primera vista daba cierta impresión de debilidad, pero tenía los huesos gruesos y la voluntad endurecida. Más que la voluntad, alguno diría que era la rabia lo que le daba esa propiedad combativa a su espíritu que le permitía empecinarse en lo que quisiera y, mucho más, emanciparse de todo límite y cruzar cuánto linde le impusiera la realidad en la cara. Sin embargo, a menudo emitía sonidos difíciles de comprender, o cantaba melodías sin sentido. Cualquiera que lo oyera creía que estaba escuchando algún código secreto que jamás entendería. En realidad, Lucifer era más vago de lo que muchos esperaban. De lo común se concentraba en nimiedades. Así como era violento, también era tímido e indolente. En ocasiones le parecía a cualquiera que flotara, como flota un alga en un río: torciéndose y perdiendo la compostura a merced de la turbulencia. Su cuerpo andrógino vibraba como un muñeco ridículo y fuera de forma. De joven había sido pelirrojo, pero con los años el pelo se le había oscurecido hasta volverse castaño. En paralelo, la cara se le había secado, la frente estirado, la nariz había empezado a salírsele y esto lo había querido solucionar dejándose la barba. Llevaba ahora una barba espesa y canosa. Con la mirada perdida y dubitativa, le dio a Amanda la impresión de que este hombre debía ser un filósofo.

¿Dónde carajo está mirando?, pensó Amanda aquella vez de la cafetería. Y lo volvió a pensar muchas veces hasta que se volvieron a ver. Creyó en ese primer momento que lo conocía de alguna parte. Emanaba de él una especie de sinceridad que la apabulló. Le pareció guapo y se quedó viéndolo sin vergüenza mientras esperaba el café que había ordenado. El encargado de la cafetería le preguntó si quería leche. Le indicó que no. Se volvió otra vez para verlo. Él lo notó y asintió con una sonrisa leve. Entonces le dieron el café y caminó hasta el estacionamiento. Quedó quieta un momento dentro del vehículo, pero luego encendió su automóvil y partió.

Amanda se volvió a quejar. Lucifer se había vuelto a reir: mierda, tanto tiempo, se dijo. Jugó con sus dedos. Empezó a mover los dedos de los pies. Al rato Amanda se despertó. Reconoció que Lucifer estaba despierto. Con suma tranquilidad lo saludó, tiró la frazada y se dirigió al baño. Se escuchó que empezaba a mear.

Después de la cafetería, sólo se volvieron a ver unos meses después, en una fiesta que organizó Claudius. Se reconocieron de inmediato. Amanda había ido con Mariana, su prima. Lucifer bebía un trago con Claudius y ambas se acercaron a saludar. Lucifer pensó que Mariana era bonita. Claudius pensó que Mariana era bonita. Mariana pensó que Claudius era guapo, pero que Lucifer se traía algo. Amanda hubiera aseverado lo mismo. Claudius les preguntó cómo se llamaban. Amanda y Mariana, eran primas. Ellos eran Lucifer y Claudius, eran amigos desde pequeños.

Hablaron los cuatro toda la noche. A los 3 días se volvieron a ver. Esa noche Lucifer fue en su auto a dejar a Amanda en su casa. Estacionados fuera del garaje, Lucifer deslizó la mano tibia por su muslo, hacia su ingle. Amanda no lo detuvo. Se mudaron juntos el siguiente otoño. Damian y Teresa nacieron un par de años después. Primero Damían; Teresa dos años después. Pronto Lucifer había creído que eso era todo lo que había querido.

Amanda volvió del baño y se echó primero a su lado. Reconoció la avispa, quieta sobre el escritorio. Refunfuñó. ¿Todavía? Pero no le dio importancia. A veces Lucifer podía hacer lo que quería. A veces Lucifer era un zángano. Pero usualmente no lo era, se dijo en la mente. Se echó y recostó su cabeza sobre el estómago amplio y lampiño de Lucifer, como queriendo oír lo que pensaban sus vísceras. Al rato volvió a quedar dormida.

Lucifer miró por la ventana: el día estaba abierto. Era martes. Puso su mano sobre el pelo obscuro y denso que caía sobre su pecho con una caricia. Hundió sus dedos entre sus pelos hasta que se entrelazaron. Creyó que podía reconocer el olor del mar, algo similar al musgo, espacios profundos. Entonces la sacó hacia atrás con un escalofrío.

Se volvió y cogió la baya del escritorio. La encendió… o les digo que la quiso encender. ¿Dónde estaba el botón de encendido? Creyó que oía ruidos y movimiento en la cocina. Jugó un momento con ella, pero se distrajo. Ahora estaba seguro que podía escuchar el motor de la licuadora. ¿Quién mierda estaba jugando con la licuadora?

Detenido, admiro la monumental pila de dinero que ha sido construida ante mis ojos. Creo por ratos que parece un castillo o la casa de un señor feudal… recapacito y creo que parece el botín de un pirata, o quizás la torre en cuya cima vive Rapunzel, recluida por un diagnóstico de Trastorno Bipolar . Y pienso, ¿cómo mierda es posible tanto dinero junto?

De cualquier modo, y sin moverme, en un descampado oscuro esa noche me detengo y la admiro. Ha sido construida ante mis ojos. Y hace un minuto, la pila ha sido rociada con gasolina de 108 octanos por un arlequín que apareció desde muy atrás, cargando una galonera descomunal, y cuyos movimientos –casi arácnidos– me aterraron con su gracia, ritmo y contorsión lumbar. La pila ha sido luego encendida por el mismo arlequín, que para encenderla utiliza un zippo de plata extraído de los profundos bolsillos que tiene su bombacho, y cuando la enciende, justo antes de hacerlo, voltea un instante y me sonríe. Sus dientes son blanquísimos, como la base pálida que cubre su cara, y sus ojos desahuciados están amargos como la bilis. Sus ojos en un principio me impactan, luego me debilitan… pienso que el color de sus ojos estremecidos se aproxima al color del ensueño cuando es opaco y contiene sólo el aliento de la desesperanza.

El arlequín enciende la pila y de inmediato se retira. Se aleja del fuego, que ilumina muchísimo la zona del descampado que lo circunda mas sumerge el resto de él en la sombras, de modo que ya no se pueden observar las paredes de barro y piedra que definen su linde. Se aleja de la pila encendida y así, poco a poco, el morado de su túnica, similar a la de un fraile, se funde en el negro y desaparece. No sé si se ha ido aún del descampado, si ha llegado a la calle lejana que vuelve hasta la ciudad, desde este arrabal húmedo, o si me observa todavía desde un rincón del lote solitario, bajo una tienda. Pero imagino sus dientes pequeños y blanquísimos, sonriendo, mirándome… puedo ver cada vez sus ojos amarillos.

Pronto me despabilo y decido acercarme. Todavía empieza a consumirse cuando yo me acerco a la pila esa noche. Empiezo a sentir que arrecia el calor. En pocos minutos, se eleva la temperatura. La pila completa está encendida y es ahora una hoguera. En ese momento una mujer desnuda se acerca y empieza a devorar el dinero encendido. De mediana estatura, tiene los brazos gordos y el cuerpo fino, los ojos tenebrosos y la nariz corta y muy bella. Su piel es muy suave, propia esta cualidad de la canela, su cuello en cambio no aparenta serlo; fuerte y fibroso, le da un aire mamífero y socarrón a sus gestos. Pero sus pelos lacios rodean su cara en una actitud dócil, reducen lo que en otro caso sería una mirada dura a una sonrisa aguda, con un atisbo de codicia.

Primero la mujer se acerca y recoge un billete. Lo levanta a la altura de sus ojos y observa la llama, entre anaranjada y amarilla, cómo abraza a Benjamin Franklin. Abre su boca y traga a Benjamin Franklin riendo, sin apagar la llama. Sonríe con amplitud y mira la magnífica pila. Eructa una pequeña nube de ceniza. Luego hace lo mismo con el resto de la pila. Uno a uno, recoge los billetes y los traga. Se come miles de veces a Benjamin Franklin. Uno por uno, hasta el último de ellos. Y para mi sorpresa, no se ensancha un centímetro. Si bien no es esbelta (tiene las caderas anchas y el culo largo y si uno tuviera que compararla con una fruta, diría que es una pera), no ha cambiado su figura en este tiempo desde que ha empezado a comer. Cuando termina de comer, empieza a eructar fuera de control. Y sus eructos hieden a humo y ceniza y pastos de planicies incendiadas. Ciertamente en estas planicies podrían filmarse coboyadas pero no, pues esto es el Perú: en cambio se colocan hoteles en chacras que pertenecieron alguna vez a Manco Capac –y a ningún indio común y silvestre– y comunidades reclaman por el deicidio generalizado de los Apus: ¡oh por Jesucristo, no lo hagan!

Ahora parece que la mujer va a vomitar. Se tambalea, se dobla sobre su cintura, se retuerce y se inclina. Es tan hermosa, pero mierda… La primera arcada es terrible: sin embargo no aparece nada de su garganta. La segunda arcada es más honda y la mujer cae de rodillas. Su boca continúa seca. Se suceden la tercera, la cuarta, llegamos a la novena arcada. Empieza a engrosarse su pecho y su cuello. Abre los ojos como si fuera a morir de espanto. Nunca habíamos visto nada como esto. Un peluche gris le aparece entre los dientes… tiene la forma de un coco. Hemos vomitado tantas veces y la bola de pelo que expele la mujer de su garganta nos aterroriza. Nunca lo vimos. No es una regurgitación cualquiera: quizás es un parto bucal. El vomito, en cambio de ácido y dulce, ha tomado la forma de una bola de pelos, como si la mujer fuera un búho que ha quedado ahíto de ratas. Pero tan sólo tocar el suelo polvoriento del descampado, de inmediato el vehículo se casca como una fruta y de ella emerge un pequeñísimo bebé. Cubierto en una leche blanquecina abre los ojos por primera vez; mientras tanto su madre a muerto.

El engendro está desnudo y volcado sobre el polvo que recubre el suelo, envuelto en leche. La leche se mezcla con el polvo y empieza a formar una argamasa, como si el engendro estuviera siendo arrebozado. Me detengo y lo admiro en asco, arrebozado en el polvo sucio e iluminado por el destello de la noche plena. Recojo mi teléfono móvil de un bolsillo, enciendo su linterna y lo ilumino en los ojos rojos: mierda, es idéntico a su madre. Veo unos minutos cómo se retuerce en el suelo. Al cabo logra ponerse de pie por si solo. Tambaleándose, se me acerca. Un momento me mira encandilado, me dice… papá. Se ase mi brazo. Me dice que le compre libros, que le enseñe a leer y a comer helados. De pronto, es como si pasaran 16 años y me pide que le permita estudiar filosofía. Quiere irse a Cambridge, donde Sheila, su novia, estudiará Geografía. Le digo que no lo puedo hacer, que no quiero que sea ni pobre ni hipócrita ni defensor de la monarquía constitucional. El me dice que está bien, será feliz como yo quiera.

Esa noche, mientras busco cómo salir del descampado, imagino por segunda vez nuestro futuro. En una pequeña noche, mi bebé cumple 35 años y nos vamos los dos a Cagliari de vacaciones. Una mañana, postrados en la playa, mientras tomamos un Bloody Mary recordamos a su madre. ¿Cuál era su nombre? ¡Qué maravilloso fuera verla otra vez!

Casi como si estuviera practicándole un cunnilingus a ese platillo, hundía cada vez la cabeza entre sus hombros. La mantenía gacha un momento y los brazos le quedaban abiertos hacia los lados, remaban como las alas torpes de un pelicano que busca mantener el equilibrio cuando anda sobre tierra. Me parecía luchar; sorbía y después rumiaba. Los codos sobre la mesa podían a penas ayudarlo a contenerse. Quise decirle, de algún modo que pudiera considerarse discreto, que aquello me causaba una nausea profunda. No se lo dije de inmediato. No me atreví, titubeé… hablé del verano. Había acabado tarde y bruscamente y eso era insólito: había sido largo y lo habíamos pasado de puta madre. Hasta el brusco momento en que se terminó. Una madrugada de viernes había llovido y a la mañana siguiente la niebla había cubierto la ciudad toda, había entrado desde la playa silenciosa y abrazado los malecones. Y esta niebla había sido implacable: como la Blitzkrieg, le dije. No habíamos esperado todavía que lo fuera.

Hablé del verano. Modoso como nunca, coloqué la servilleta a un lado del plato y le sonreí. Me escuchó hasta el final, completamente callado. Tenía esa manera de mantenerse sin decir una palabra que, por la impasibilidad abierta de sus ojos y por la torsión oculta que parecía aquejar su mirada porcina, no transmitía aplomo, en cambio sólo idiotez. Mientras lo miraba aún, extendí la mano, levanté la copa y le di un trago largo al café. Estaba amargo y tuve que fruncir el ceño. Luego abrí ampliamente la sonrisa, lo miré: un líquido traslúcido le corría ahora sobre el labio con forma de corazón, rodeaba la línea de expresión alrededor de su boca rosa y alcanzaba su barbilla circular, formando una gota. Diría que tiene el labio gordo y mohíno. Las patillas largas y lacias le llegan hasta la mitad de la mejilla. Pero su cabeza está casi toda calva, y la afeita. Suele cortarse al hacerlo cada vez, en la tiniebla de un baño pequeño y hediondo, y podemos ver esos cortes cuando caminamos tras él, desde atrás, como tajos bajo la resolana. Además esa tarde sudaba constantemente y, por efecto de esto, brillaba como un farol mortecino.

Reconoció mi sonrisa, dio un trago a su cerveza y volvió a sumergirse. Quise entonces decirle… pero no se lo dije. No me pareció, en primer termino, que las diferencias entre dos hombres podían reducirse a esto. En segundo lugar era increíble que sencillamente lo hicieran. De pronto su presencia me podía resultar insoportable. De pronto podía pensar que estaría mejor en cualquier otro lugar.

Habíamos cruzado juntos la avenida. El cielo pálido filtraba la luz como una pantalla de humo. La atmósfera semejaba una pecera helada. Nos habíamos abrigado, ambos llevábamos ya el traje de otoño completo. Salimos del edificio de departamentos donde lo había ido a buscar esa mañana de domingo, nos cubrimos con el saco de lana y enseguida cruzamos con algunos brincos la avenida, cuidando de no perder de vista ningún auto. Tomó una mesa en la terraza. El mozo fue presto. No llevaba el delantal y parecía apurado. Cogió la carta y empezó a revisarla. Ordenó sin dudar… quiso que habláramos de inmediato de lo convenido. Yo pedí una tortilla, un café negro y una copa con hielos. Él había pedido un guiso de mariscos y una cerveza negra. Cuando llegó el café, lo volteé en la copa. Después comenzamos a hablar… Ahora mismo, él le hacía un cunnilingus a los mariscos. Un momento se detenía, quizás empapaba el hocico en la cerveza oscura y dulce, seguía la conversación, hablaba de política y de la industria de los servicios bancarios. Hablaba del vigor de las mujeres solteras, indistintamente del libre mercado como de la angioplastia que le habían practicado a su madre en la clínica San Pablo. Luego volvía a la faena con el mismo ahínco.

Volteé el café en la copa y quise decirle que me daba asco. No se lo dije de inmediato. Entonces quise decirle… pero no se lo dije. No le dije que no lo soportaba más, que me podía poner a vomitar en este momento si no callaba la boca. Sólo descreí súbitamente del fondo. Entendí violentamente que todo lo que es fondo no acababa siendo en él, cada vez y por fin, nada más que lontananza y algo debilitado, querella de trastienda, contenido difuminado pero jamás evidente ni público. Imaginé que estaba siendo sumergido en un fino polvo de tocador. Era este restaurante un resquicio ensuciado e impenetrable. Pasaron por mi cabeza las palabras «extramuros» y «arrabal «. Pensé, sin oír lo que ahora me decía, que ocasionalmente la distracción y la incoherencia se componen, como un castillo en una película que bien podría atribuírsele a Hitchcock, de construcciones perdidas.

Creí en cierto momento que no debían alcanzarme las derrotas. O que no debía, si bien me pudieran eventualmente tocar estas figuras, en cualquiera caso reconocerlas como tales. Por supuesto, en ejecución de una madurez sopesada, debí también poner en el mismo bolso a las victorias. No había por qué no hacerlo. Eran lo mismo. Todavía así no lo hice en un principio. Quizás sólo pude empezar con lo más obvio: no debían alcanzarme las derrotas… cuantas ellas fueran, sin importar con cuanta frecuencia estas se dieran, en qué ámbito, tan públicas y tan íntimas como pudieran ser. Pues yo, como todos, también lo sabía. Me habían derrotado tantas veces. Aquella vez de la cremallera y las escaleras; la tarde en que derramé los líquidos en la mesa de noche; la ocasión del clarinete; mierda, la maldita noche del felatio a media asta… Pero quizás ahora podría andar por la pasarela de la sociedad, larga y malsana como la misma agonía, tejer el camino en el callejón de las personas que me observaran detenidamente o que no lo hicieran, y en esta ocasión sin importar qué fuera lo que hubiera sucedido, pues aquello que hubiera sucedido sería sólo eso, un vago suceso, tenue y baladí. Creí que después de muchos años me había cansado de esta figura, la juzgué una simple extensión patética de la compulsión y la tristeza, la encontré demasiado estúpida para mí, sentí que había tocado yo mismo el pináculo del hastío, que era mas grande y que podía luego volverme indemne, como una roca refulgente o un páramo verde y extensísimo y silente, que era capaz de tal hazaña, que me podían todos coger la puta polla enhiesta y en llamas, que me pitorreaba en la tapa del órgano, es decir, que me cagaba echado y luego me limpiaba con los codos… so on and so forth.

Y todo esto fue fruto del hartazgo, pues como cualquiera que transita la ciudad, había estado constantemente expuesto a los mensajes que nos coloca la realidad en todas partes. De hecho existen estos mensajes en el mundo, constantemente, en todas partes. Por ejemplo, los podemos ver a lo largo de las avenidas elegantes, aquellas del asfalto muy negro, en las jardineras con gardenias de los edificios pobres, en las bodegas, en los parques internos de los barrios brumosos que huelen a jazmines, en una boca calle emparrada o desnuda, en el aire caliente… especialmente cuando se ilumina en el atardecer. En los locales donde bebemos cerveza también los encontramos. Estos mensajes nos los repiten nuestras madres a diario mientas nos lavamos los dientes. Se los repiten los amantes entre sí, cuando se quieren, con impavidez cuando se traicionan. Los vemos aún cada madrugada en la tele, siempre en las frecuencias sin estación, pues en la estática se encuentran también estos mensajes, enrollados se encuentran en las dimensiones recogidas del éter los mensajes… persisten todavía en el mercado secreto del espacio y la fantasía. Y por fortuna, o por una vehemencia hostil producto del desamparo, o por una testarudez dulce que es consecuencia de la embriaguez, o por una simple y llana idiotez confundida tras tanta suposición de una inteligencia dislocada que no poseo, no los había tragado jamás. Quiero decir, sí podía identificarlos. De hecho existen estos mensajes. Hay, de hecho, reflexiones inscritas en el espacio, en los espacios entre los espacios, refrendos en la causalidad y también en ese nuevo y extraño linde que es el borde estadístico de la incertidumbre y la probabilidad –lugar quántico–, lugar físico donde ahora parece que estaremos condenados a desdefinirnos… ¿Entonces dónde está la carencia?

Pues estos mensajes se caracterizaron siempre, ante mis ojos, por ser triviales, aún si acaso también me parecían contundentes. Estimé que la causalidad no traía con ella significancia propia. No había, a pesar de la gravidez de estas relaciones, significado en su materialidad inexpugnable. Y esto no era un descubrimiento, sólo era una lucidez escasamente compartida. Luego fui mas allá. No creí, más tarde, que fuera capaz de obtener todo lo que quisiera. ¿Y qué puta era lo que quería, al fin y al cabo? En cambio no creí que, en caso de obtenerlo, debería sentir esto como un logro mío, o únicamente mío. No creí que, de errar, haberlo intentado en última instancia justificaría estos intentos, pues no logré nunca, en ejecución de mi más estricta lógica, atar esos dos cabos (el del fracaso y el éxito). Presentí siempre que el fracaso era una cosa y que el éxito era otra y que estaban, como mínimo, condenadamente alejados, putamente apartados, y que cualquiera que viniera a decirme que eso no era así… pues era de antemano un parlanchín de falo breve, un charlatán amateur, un fracasado alucinado o acaso un hombre muy exitoso, pero místicamente cojudo, un chupa vergas excelso y conmiserativo, puto goloso promotor, vende bulas y mequetrefe, un canalla cara de mierda, simple, vulgar negociante de zalamerías y plenitudes supuestas, veleta y reputo engatusador. No quise nunca más que me digan cómo fracasar y estar contento al respecto. No quise que me muestren más dónde se encuentra la prudencia, atada a la buena vida y la circunspección. No quise trazar la línea entre los lindes. ¿Qué mierda con el éxito? No pude soportar la explicación… era demasiado pronta y digerible y todo lo próximo y digerible me resultó inclinado a esclarecer todo, cuando todo no me parecía digno de ser esclarecido, pues todo era pura francachela, festín baladí, óbolo frívolo, delicioso hermoso, todo no requería sustento. Estaba gastada la vida, como el riel de un juguete sexual de plástico koreano, como los besos tres años después de ser dados por primera vez, esos besos hundidos como dedales de plástico en los ojos de una muñeca sebosa. En suma, no pude soportar entonces la explicación: estaba gasta la vida, pero eso estaba bien.

De pronto esta noche quiero ser vulgarmente rico, al mismo tiempo quiero ser brutalmente bello. Estoy rendido. He andado hasta una esquina del litoral, junto al barranco, desde la que puedo ver el mar: el mar es una concha estremecida. Este mar provoca beberlo. Todavía la tarde declina y el sol redobla su puja. Puta perra, tarde partera. Hemos entrado al otoño pero las nieblas todavía se ausentan en la ciudad. Hemos atado la esperanza a esta ausencia, pero las nieblas todavía se ausentan. ¿Dónde mierda está el reposo? Huele como a jazmines este jardín apagado. Me he sentado en el mismo poyo de cemento que he conocido los últimos 6 años. He pensado todo esto cuando observo a los transeúntes. Si me lo preguntan, tienen cara de delincuentes: asquerosa pandilla de frikis que te encularían sonriendo si supieran que sólo haciéndolo, te estarían al mismo tiempo salvando la vida. ¡Cuánto hijo de puta haría lo que fuera por salvarte la vida! No creo que seré otra vez… jamás uno de ellos. Y no sé tampoco, quizás después de unas horas sentado aquí observando la bahía, cuando ya se haga de noche, en qué dirección deba partir. Los transeúntes seguirán pasando y todas sus rutas posibles serán posibles rutas para mí también. A cada uno le digo: ¡hijo de puta!… Pero pienso también que si partiera en alguna dirección, si nadie lo supiera… ¿no sería aquello, justamente, tan así como nunca haberlo hecho?

No fue siempre lo que dije, pero me pareció de súbito que el tiempo que se pasa meditando no lo recuperaremos jamás. Tal como algunos creen que comprar una casa es una ceremonia culminante, pasan su vida ahorrando para ella, se suceden como envueltos en un vértigo cerúleo los años en que trabajan arduamente y sin descanso y al cabo de muchos la compran, se mudan a ella, surcan los amplios pasillos que soñaron, se detienen a observar las estancias que siempre habían pensando poseer y ahora poseen, principian el ensueño: imaginan la reproducción de su prole, la felicidad (aunque perecedera), premeditan la nostalgia y luego de ella una reconfortante melancolía, pues es este, este es, ¡es este su castillo!… del mismo modo –con aquella misma convicción alegre y fatal cuando cojuda en el rostro que nos podría ser útil también para marchar a la guerra– suelen muchos considerar que el tiempo que dedicamos a solitariamente pensar nos será provechoso, contribuirá a nuestra prosperidad, que finalmente, tras años de llevar una vida interior exquisita, aquel día de nuestra última indecisión, cuando nuestro corazón se vea expuesto y nuestro estómago esté diseccionado ante el jurado, lo recordaremos como un tiempo edificante, tiempo que, pudiendo esto ser evidenciado en un argumento diáfano, nos justificó. No les resulta tediosa la soledad. No se consideran imbéciles por andar embobados. Bordean como borrachos que mantienen el pecho en alto las multitudes aglomeradas que danzan en torno a los polos adamantinos de su tiempo. Es decir que viven en la absoluta decadencia.

En cambio nuestras soledades me han parecido exhaustivas. Me han parecido como esas franjas lúgubres de las ciudades que descansan junto a un gran cuerpo de agua fría sobre las que la neblina, vasta y arremolinándose, corre libremente en las noches frescas, impregnando todo y ahogando todo con un humor salobre, colmando los espacios amplios y los intersticios también y trayendo consigo la herrumbre… quiero decir, en efecto dispersando toda posibilidad de lontananza o memoria. No quiero con eso implicar que sea exclusivamente vano echarle unas horas al acto de pensar, pero bien… aceptemos que es casi siempre un acto sin frutos y tortuoso, desprovisto además de toda elegancia, íntimo pero asimismo puerco. En el mayor número de nosotros existe un error inicial que impregna de soberbia nuestros pensamientos, sesgándolos definitivamente. Pensamos porque sentimos, cuando en realidad podríamos sentir porque pensamos. Luego lo que pensamos es tan sólo la concreción o la consecuencia o –en extraños casos dignos de distinguir– la explicación sistemática de lo que sentimos, nada más que la justificación de lo que sentimos y de este modo, si es sólo eso el meditar, jamás escapa de ser un acto de autoconmiseración.

Empero así, creo que estas horas perdidas contienen, todavía con toda su vulgaridad, la única belleza honesta de la que somos testigos. Todas las otras, que de algún modo son aquellas que, en la medida que concretas, podemos señalar como reales, son, tras bastidores, nada más que una impostura o una comedia. No es mas que una impostura el tiempo que paso girando y girando en los extramuros de mí. No soy realmente una bailarina, justificando y reedificando, soslayando y luchando por dilucidar entre lo inconsistente y lo magno –que es lo diseminado por toda la tierra–, lo que ya fue destruido definitivamente. No es más que una comedia mi sufrimiento explicitado: el sufrimiento azul de los anversos llanos de mi cuerpo, el sufrimiento negro de los reversos de mi espíritu. La tentación de la carne de la que me compongo ante todos, inteligente y colosal para la noche y los auditorios, no dirá, de pronto, salvo esto. Y nada más.

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